Tras el parón invernal vuelven las grandes carreras, y, como ocurre cada temporada, ésta se presenta llena de incógnitas. La falta de certezas es una de las formas con las que se presentan las emociones para los aficionados al deporte; aquí con el misterio de qué corredores serán los más fuertes, qué gestas veremos, quiénes ganarán las clásicas, quién el Giro, la Vuelta, y, sobre todo, quién se llevará el Tour este año, donde se resume la esencia, el Nobel ciclista. Y de la misma manera, cada temporada se presenta como una incertidumbre para los propios ciclistas. Muchos lo vivirán con angustia, yo al menos así lo recuerdo de cuando era corredor. La angustia de si volverán a recobrar la forma que tuvieron el año anterior, si podrán volver a explotar de la misma manera su potencial físico. Es la misma incertidumbre que siente el artista antes de comenzar una obra de arte, el escritor ante su página vacía, o el actor antes de salir a escena. Todos sienten el vértigo de haberlo olvidado todo, de haberse desvanecido todo su bagaje, todo lo que sabían, de quedarse en blanco. Como éstos, el ciclista duda sobre cómo responderá su cuerpo, porque uno mismo no se conoce bien del todo. Podríamos llamarlo los misterios de organismo. Por mucho que se analicen los vatios en rutas medidas, o sobre el rodillo, es frente a los rivales cuando se da la talla. Porque hay algo que sale de dentro, que lo entrenamos pero no lo conocemos completamente, algo que gobernamos con el cerebro pero de manera parcial, sin poseer todo el poder para decir al músculo hasta dónde y cuánto puede dar, cuánto puede tensarse, contraerse, empujar. Nadie lo sabe, nunca se sabe completamente, sólo por aproximación. Forma parte del misterio de esta vida que tenemos, donde lo esencial se escapa. 

Escribo esto, a pesar de que las primeras carreras parecen indicar que los astros no se enfrentan a ese dilema, porque vuelven por sus fueros. Evenepoel arrasando en el Algarve, Vingegaard en O Gran Caminho, Van Aert venciendo en la clásica belga la Kuurne-Bruselas-Kuurne, y ayer Pogacar en Siena. Aunque esto no ha hecho más que empezar y probablemente atesoran esas dudas filosóficas, porque además, en estas primeras pruebas, las estrellas se están evitando, para no cruzarse, para no medirse. Donde va uno, no van los otros. Pasó en Portugal, en Galicia, en Bélgica y este sábado en la Toscana. Nos reservan las emociones para los platos fuertes.

La Strade Bianche, una hermosa carrera con final en la bella Piazza del Palio de Siena, propone en su recorrido numerosos tramos de tierra, una tierra blanca que la da nombre y que es un residuo geológico de ese mármol blanco que levantó catedrales tan bellas como las de Siena y Florencia. Es un ciclismo que recuerda al de nuestro descubrimiento el mundo, con las primeras bicicletas infantiles y los caminos sin asfaltar, que nos eran permitidos porque por ellos no circulaban coches, y donde desplegábamos nuestras primeras proezas, desafíos, prefigurando a escala íntima y secreta lo que luego sería nuestro crecimiento, en ellos nos preparábamos, en cierta manera, para la vida. La carrera se la llevó Pogacar realizando una exhibición, atacando a 80 kilómetros de meta y cabalgando solo hasta el final. Daba gusto verlo, con esa pedalada profunda y a la vez fluida que tiene. Es un fenómeno y un gran tipo. Lástima que preste sus servicios a una marca, la de los Emiratos Árabes, que no es precisamente un buen estandarte para los valores éticos, ni de la libertad, ni de los derechos de las mujeres, y eso, nunca hay que olvidarlo. 

Ahora que comienza el ciclo de las grandes pruebas, es un buen momento para recordar el argot ciclista, cuyas palabras aparecerán en los artículos. Muchas de sus expresiones han pasado, por su precisión para definir una acción, a formar parte del lenguaje coloquial, popular. Quizá la más afortunada en esto es: a tumba abierta, dicha cuando un corredor se lanza sin miedo bajando un puerto, y válida por lo mismo para la vida. También es muy conocida la hacer un abanico, para sortear al viento ayudándose en los demás, y útil como metáfora. Alguna menos común como tuerquista, aplicada al que tiene un pedaleo pesado, que abusa del desarrollo, la tuerca. Otras, como chuparruedas, quizá sean barridas en este tiempo de buenismo, de lo políticamente correcto, pues puede ser usada injustamente, como le pasó al pobre ciclista holandés Zoetemeilk, que fue tachado de eso, a pesar de su gran palmarés, cuando lo único que le pasaba es que le tocó competir con Merckx y bastante tenía con seguirle a rueda. Pero mi preferida es la de globero. Es muy ambigua y vale para casi todo, para describir al intruso, aquel que nos encontramos montando en bici, que aparenta ser ciclista, pero que lleva algo que lo señala como un farsante. Pueden ser unos calcetines más largos de los que se llevan en esa época; que va en culote y manga corta en pleno invierno; que lleva el sillín demasiado alto o muy bajo; o cualquier otro signo delator. Yo mismo habré sido tachado de globero más de una vez, mientras pedaleaba, sobre todo desde que no me depilo las piernas como los ciclistas.