El primer descanso, tras 9 etapas, casi la mitad del Tour, es un buen momento para el balance. Dos es el número que caracteriza la prueba, dos corredores muy por encima del resto, Vingegaard y Pogacar; y dos carreras, una disputada entre ambos y otra entre los demás. Con una diferencia tan marcada, ambos líderes no tienen miedo al resto y permiten escapadas que cobran una distancia enorme, como el domingo camino del Puy de Dôme, llegando a los 15 minutos. Eso también tiene sus ventajas, pues vemos dos carreras por el precio de una; la de la etapa entre los fugados, y la de la general. Hasta ahora hemos asistido a una lucha muy igualada y emocionante. Vingegaard fue superior en Laruns, pero flojeó después en Cauterets y en el Puy de Dôme; aunque aquí mostró la casta de un campeón, los recursos para manejar la dificultad, para resistir sin perder más que ocho segundos.

Esperaba ver la imagen de una pugna de igual a igual entre Vingegaard y Pogacar, luchando codo con codo, como dos gladiadores, sobre las duras rampas del Puy de Dôme. Similar a la famosa foto del Tour de 1964 en la que Anquetil y Poulidor, rodando en paralelo, se tambalean al tocarse. Ésa es una de la más bellas fotos del ciclismo, en el mismo rango que aquella de Coppi y Bartali compartiendo el botellín en la subida del Télégraphe; o la de Ocaña ensangrentado tras su caída en el Ballon d’Alsace, y que sólo puede sostenerse sobre la bici al ser ayudado por sus compañeros del Fagor. Imágenes que han generado mitos, y, como todos los mitos, alimentados por una parte de verdad y otra de imaginación, de invención popular. A veces sin mala intención, movida por la propia fantasía, otras malintencionada. Así pasó con la foto de Bartali y Coppi, se habló de ella como la imagen de la reconciliación, dando a entender que antes se habían llevado mal, cuando no fue así.

La foto de Poulidor y Anquetil en el Puy de Dôme provocó muchos comentarios. Sobre su lucha deportiva se edificó un enfrentamiento personal, una rivalidad malsana. Que tampoco era cierta. Raphael Geminiani, gran ciclista y director deportivo de Anquetil por entonces, lo ha aclarado de nuevo. Cuenta que Poulidor, cuando compartían hotel, solía acudir por la noche a jugar a las cartas a su mesa, con Anquetil, él, y algún mecánico de su equipo. Si la cosa se alargaba, solía aparecer Antonin Magne, al que llamaron el ciclista del Frente Popular en los años anteriores a la II Guerra Mundial, director de Poulidor, y le decía: “Raymond, no vayas muy tarde a la cama”. Ninguna enemistad. También aclara Geminiani cierta “falsedad” que muestra la fotografía. Parece un duelo como el de la película Solo ante el peligro, en el que no hay nadie más en el mundo, una lucha exclusiva entre dos. Sin embargo, nada más empezar el puerto se escapó Julio Jiménez, y después Bahamontes. Y así llegaron a la meta, en ese orden, así que Poulidor y Anquetil sólo fueron tercero y cuarto. Geminiani, que también sale en la foto sobre el Peugeot 404 que va detrás de la pareja de ases, con medio cuerpo fuera del techo del coche, cuenta que la foto pudo tomarse gracias a él, porque en las indicaciones para la etapa le había ordenado a Anquetil que no se pusiera nunca a rueda de Poulidor en la subida, para no mostrarle debilidad e incitarle al ataque, sino que fuera siempre a la par, desafiándole. Para Geminiani, Anquetil era superior a Poulidor, pero ese año había ganado el Giro con mucho esfuerzo, poco antes del Tour, y estaba fatigado. Anquetil salió del Puy de Dôme con catorce segundos de ventaja sobre Poulidor. “Me sobran trece” –le dijo a Geminiani–. Vingegaard lleva 17.

Geminiani añade que la etapa no era tan decisiva como se ha vendido, pues aún quedaba una contrarreloj, en la que Anquetil era mejor. Y cuenta que en el Puy de Dôme montó un 42x26. Que le costó encontrar un piñón con esa corona de 26 dientes, pero que era muy importante, pues Anquetil subía ligero, basaba su fortaleza en el pedaleo ágil. A veces escuchamos a algún comentarista que fue ciclista en los ochenta o antes decir que en su tiempo la corona mayor que empleaban era de 23 o 24 dientes. Como vemos, no es del todo cierto, aunque sí recoge lo que se denominaría “el espíritu de la época”, que consistía en la predilección por subir a base de fuerza, de empuje. Tuvo que llegar Armstrong con su molinillo para deshacerlo. Leer ese dato de la corona con 26 dientes de Anquetil me ha recordado mis propias pesquisas para encontrar el juego de piñones con la corona más grande posible, cuando era infantil y también me gustaba subir con agilidad. Encontré un 26, como Anquetil. Recuerdo la emoción con la que monté el juego de piñones en la rueda, y cómo salí disparado a probar mi corona de 26 dientes sobre la famosa Cuesta de la Muerte de Hernani. No conocía la anécdota de Anquetil hasta ayer, pero a veces se comparten detalles con los grandes campeones, que los hace más cercanos, terrenales; y a nosotros crecer con ellos.