Decía Jesús Insausti, Uzturre, que los días en los que el viento sur apretaba, decidía no salir de casa. El veterano dirigente nacionalista creía a pie juntillas tal interacción climatológica, y los días de viento sur y de calor se le podía ver descentrado, irascible y fuera de sí.
“No sé lo que me pasa –señalaba aquel venerable e histórico abertzale–, pero con el calor y el siroco me trastorno, me vuelvo loco”. No le faltaba razón. Yo, que había tratado mucho con él durante su etapa de dirigente del Bizkai Buru Batzar, no le reconocía las jornadas calurosas dominadas por el viento sur. Aquel hombre apacible, sencillo y humilde sufría una transformación, y debajo de la boina que siempre portaba aparecía un refunfuñón del que debías huir si no querías ganarte alguna de sus reacciones irascibles con sus sentencias lapidarias.
El calor ambiental o el irregular comportamiento del termómetro es un elemento exógeno que los humanos somatizamos en nuestros comportamientos, haciéndonos imprevisibles.
Yo había visto cómo el ganado reaccionaba de manera instintiva ante ese tipo de fenómenos atmosféricos adversos. Las vacas, por ejemplo, los días tórridos de verano suelen buscar el refugio de pequeñas lomas elevadas en el terreno, a la búsqueda de corrientes de aire imperceptibles que suavicen, aunque sea levemente, las temperaturas del ambiente.
Las ovejas, por el contrario, se apelotonan hasta formar parte de una masa lanuda en la que esconden sus cuerpos del rigor de los rayos solares. Los borregos se comprimen unos contra otros y permanecen inmóviles, como si evitaran el desgaste energético del movimiento.
Las “machorras” –ovejas adultas que no han parido–, ante el flujo de sol, entran en letargo de modorra y se inhiben del mundo exterior, como si esta inmovilización ralentizara sus ritmos cardíacos y las convirtiera en churras zombis.
Según la sabiduría campesina de uno de los guardianes de los rebaños, los borregos se “acarran” porque “se les hace agua la sesera”. El cerebro, por efecto del calor, se les licua y, por eso, permanecen quietos hasta que la frescura del atardecer llega. “Los corderos ni se mueven mientras jadean arrejuntados a la espera de los bailables locales”.
Los humanos no parece que nos amodorremos con los golpes de calor. Al contrario, como explicara Uzturre, nos salimos de punto y nos crispamos. Los elementos más negativos de nuestra personalidad afloran como una acción reactiva inesperada. Lo pude comprobar los pasados días. En uno de los habituales embotellamientos de tráfico, me encontré con “listos” que pretendían ganar cuatro metros en la caravana; se cruzaban de carril como si de su “trenzado” dependiera el grado de velocidad de desplazamiento. Tales comportamientos, erráticos y de “tontolabas” con pedigrí, terminaron por exasperar a un conductor que comenzó a recriminar las maniobras sin sentido del “adelantador” macarra.
Los gritos, los gestos y los ruidos de los automovilistas enzarzados en la bronca, por el insustancial manejo del automovilista imbécil, subieron de tono y, al final, uno de los chóferes salió de su vehículo y se dirigió con aire retador hacia el otro protagonista de la escena. Ambos pusieron pie en el asfalto, comenzando un asalto de golpes más propios de las acciones de Topuria que de ciudadanos civilizados atrapados en un embotellamiento.
El sol aún no había llegado al mediodía y los más de 30 grados soportados sobre la carretera me hicieron creer que la temperatura nos estaba demenciando a todos. Era como si nos encontrásemos en la antesala de las calderas de Pedro Botero.
La escena de la pelea me hizo asociar el calor y la violencia con otros hechos dantescos. Pensé en los hermanos Izquierdo que, en una noche inflamada de agosto, disparaban sus escopetas a todo ser viviente que se encontraron por las calles de Puerto Hurraco, en Badajoz. Aquella aciaga e infernal jornada, los hermanos Izquierdo, enajenados por una venganza atávica y embrutecidos por el sudor de una ola de temperaturas extremas, asesinaron a nueve vecinos, disparando cerca de 300 cartuchos con sus escopetas.
Pero, ¿puede el calor, las inclemencias meteorológicas, cambiar nuestros comportamientos hasta tal extremo?
Todos sabemos que, ante elevadas temperaturas, dormimos peor, estamos más estresados e incómodos. Las temperaturas extremas despiertan factores sociales y psíquicos, volviéndonos más irascibles y presuntamente violentos.
Mal que nos pese, este efecto no es una leyenda urbana sin fundamento. La ciencia, al menos la que he podido consultar, avala que sí hay una conexión entre la criminalidad y las altas temperaturas veraniegas. Y criminólogos como Adolphe Quetelet establecieron las pautas sobre las que se rigen las “leyes térmicas”.
Este científico belga determinó que el calor incrementaba los delitos contra las personas (asesinatos, violaciones, reyertas...), mientras que con el frío aumentaban los crímenes contra la propiedad (robos).
Algunos médicos y especialistas han comprobado que las olas de calor extremas que estamos padeciendo aumentan la producción de adrenalina y que activan una mayor agresividad bajo ciertas condiciones. A esto le sumamos que estas subidas de temperatura alteran las zonas del cerebro involucradas con la regulación de las emociones. Algo que se relaciona con la ansiedad, el estrés y los trastornos postraumáticos.
Especial incidencia –triste y preocupante al mismo tiempo– es la correspondiente al riesgo de atentados machistas, cuya probabilidad aumenta hasta un 40%. Julio es el mes del año con más asesinatos contra las mujeres, y agosto el tercero. La conclusión es que el calor es uno de los detonantes, pero obviamente el más importante es el machismo en sí; esto no hay que olvidarlo y hay que seguir luchando para eliminar esta lacra social hasta su erradicación.
El verano es el momento del año en el que se producen más asesinatos por violencia de género. Y el periodo estival acaba de empezar. Prevengámonos, no solo del calor y de sus secuelas psicosociales, sino de la epidemia de intolerancia y negacionismo que se propaga entre nosotros, especialmente entre los más jóvenes, renegando y contextualizando un problema –el machismo estructural y la violencia ejercida contra las mujeres– que nos envilece y avergüenza profundamente.
Prefiero ser un borrego amodorrado con la sesera derretida por el calor que un espécimen supuestamente racional, capaz de las peores reacciones guiadas por su instinto de dominación y superioridad en un momento de acaloramiento.
Cambiando el tercio: a quienes se les han debido fundir los plomos por el calor es a los estrategas del Partido Popular. La crisis profunda del Partido Socialista y la campaña de desprestigio que hace de Pedro Sánchez un alma en pena no han servido para que los populares de Feijóo aprovechen la circunstancia para mejor posicionarse en la escena política española y centrarse a la espera de cosechar un mejor resultado en la sociología templada de las clases medias, ávidas de un nuevo tiempo de moderación y tranquilidad.
Teniendo todo el panorama a favor, y a las puertas de un nuevo congreso que, supuestamente, les permita renovar su escorada imagen de derecha casi extrema, los populares han vuelto a sorprender con un nuevo giro hacia la radicalidad, habilitando a Miguel Tellado y Ester Muñoz como nuevos secretario general y portavoz del partido de Génova.
Tellado ha sido en los últimos tiempos el lenguaraz vocero de un PP faltón y sin filtros. Un profesional del titular fácil y de la política de la hipérbole. Muñoz, por su parte, no le ha ido a la zaga, con intervenciones vergonzosas y sonrojantes sobre el franquismo o la memoria histórica.
Con estos nombramientos, Feijóo renuncia a la moderación. Da por imposible un acercamiento con otras formaciones políticas que, en una hipótesis poco probable, podrían negociar con él (PNV o Junts) y se lanza a aglutinar el voto de VOX en un proyecto de derecha y extrema derecha que recupere la unidad perdida tras los gobiernos de Aznar.
Parece imposible, sí, pero esta es la pretensión del gallego que, definitivamente, ha echado por tierra cualquier opción conservadora moderna y europeísta, en detrimento de una organización radical y profundamente conservadora.
En esa deriva, que nadie espere nada de los nacionalistas vascos y catalanes. Y mucho menos, con los nuevos actores previstos, y con las salidas de tono de offsiders como Javier de Andrés, que cada vez que habla aleja un poco más a su partido de la normalidad democrática y del sentido común. Será también efecto del calor dominante.