El tapado se ha descubierto, es el australiano Hindley. Era previsible que algún buen corredor aprovechase, durante las primeras etapas pirenaicas, el férreo marcaje entre Pogacar y Vingegaard. Subiendo Marie Blanque mostró la misma frescura de piernas que cuando ganó el Giro en la Marmolada, una espléndida souplesse que dicen los franceses, y que suena más a ciclismo que a agilidad. Marie Blanque siempre dicta sentencia, con sus últimos cuatro kilómetros al 11,5 % de pendiente media. Demoledores. Lo saben todos los que han disputado la Quebrantahuesos. Si la cara es el espejo del alma, en este caso del estado interno del ciclista, la de Pogacar, antes del ataque de Vingegaard, mostraba su debilidad. Nada de su sonrisa pícara habitual. Boca abierta, ojos desencajados. Vingegaard, sacándole un minuto, ha dado un puñetazo en la mesa. A partir de ahora podemos ver el contraataque rabioso de la fiera herida, o, el abandono si no está fino, para venir a ganar la Vuelta, no lo descarten.

Me acuerdo como si fuera ayer de mi excursión infantil a Laruns, donde terminó la etapa, y puedo decir que, aunque no estaba muy lejos nuestro campamento de partida, aquello tuvo la dimensión de un viaje, las emociones de lo nuevo, del descubrimiento. Pasábamos el verano en un camping cerca del Pirineo, y conseguí convencer a mis padres para que me llevaran a ver dos puertos que para mí encerraban todo el prestigio del Tour de France, el Aubisque y el Tourmalet. Un prestigio que estaba asociado, sin ninguna duda, a los escaladores, a las proezas en las montañas. No conseguí convencerles de meter mi pequeña bici, con rueda de 450 pero con cambios, en el maletero, para probarme en las pendientes de los dos colosos. Según argumentaron para negarse, eran carreteras de mucho tráfico, peligrosas. Aunque por mi zona sí lo había logrado, y me habían llevado la bici en el coche a la subida a Bianditz, o a las cuevas de Landarbaso. Pero para mí era suficiente ese pacto. Ya había aprendido que así eran las relaciones entre los pequeños, con su falta de soberanía, y los mayores; se pide la luna y se alcanza un acuerdo más bajo, más terrenal. 

Recuerdo las curvas del largo descenso del Portalet, el pantano a media bajada, el sol que se escondía justo al llegar a Laruns, que aparecía como una llanura perdigonada de casas bajas de tejados grises sobre una retícula verde, un urbanismo muy distinto del de nuestros lares. Y cómo, bajo una niebla que se había cerrado de pronto, arrancamos la subida al Aubisque, a bordo de nuestro Renault 8 amarillo. Amarillo para casi todos, aunque su color oficial era verde Mississippi. Me encantaba decir esto a mis amigos, quitarles la razón. Me encantaba porque el Mississippi era por entonces mi verdadera patria, gracias a las aventuras de Tom Sawyer, que me tenía abducido como si fuera mi alter ego, viviendo aspiraciones y sueños parecidos a los míos. Entonces aprendí también que los colores tienen nombres, que provocan evocaciones, correspondencias que llevan a otros lugares que han constituido nuestro universo. Volví a pensar en esto muchos años después, cuando, estudiando la carrera de arquitectura, consultaba los planos de unas casas para Berlín de un arquitecto italiano, Aldo Rossi. Sobre los planos con los detalles constructivos, apuntando al lugar donde estaban dibujadas unas vigas metálicas, había escrito: “color verde coche inglés”. No era cualquier verde, era el que le llevaba probablemente a las brumas de Inglaterra, al té de las cinco, a las aventuras de James Bond, a las carreras de coches, y a un sinfín más de vericuetos. Imaginé entonces lo feliz que fue ese arquitecto después de escribir la orden de obra con esas tres palabras “verde coche inglés”; imaginé cómo se perdió soñando en su mundo. Igual me sentía yo con nuestro coche amarillo que no era amarillo sino Mississippi.

Algunas personas arrojaron tachuelas y chinchetas en varios pasos de los corredores por nuestras carreteras, provocando más pinchazos de los habituales. Aunque no haya tenido ninguna incidencia en la clasificación, ni haya supuesto ninguna desgracia, quedando relegado al valor de una anécdota que no empaña el brillo del paso del Tour por Euskadi, no quiero pasarlo por alto. Hace años escribí una novela, El caso Martana, donde ficcionaba sobre un hecho real ocurrido en un Tour de France de los años 30. En la realidad, Martano, un gran corredor italiano, fue excluido de la selección, entonces se corría por selecciones nacionales, por sus ideas antifascistas, estaba Mussolini en el poder, lo que le obligó a correr como touriste-routier, por libre, una modalidad complementaria existente. Como estaba derrotando a toda la selección italiana, dicen que Mussolini ordenó que se hiciera “todo lo posible” para evitar que ese corredor los ridiculizase. En mi ficción ese “todo lo posible” se convierte en un asesinato del corredor, al que llamo Martana, y el método empleado consiste en arrojar tachuelas en la subida de un puerto para que pinche, y así obligarle a parar en el sitio donde está apostada la banda. Cuando se detiene, lo matan. En mi novela los fascistas son la metáfora del mal, como lo son en la vida real, el arquetipo del mal; y las tachuelas son su herramienta contra los ciclistas. Otra metáfora. No digo más.