donostia - El 14 de julio, fiesta nacional francesa, cuando el país recuerda la toma de la Bastilla, el Tour se desparramó entre rectas infinitas que son días, queriendo estirar el tiempo porque hoy espera una guerra entre las trincheras de Arras y Roubaix, un calzada de adoquines en la que ser lapidado si no se tiene fortuna y en la que salir sin heridas y sobrevivir es el mejor recuerdo posible. Vivir para contarlo. Como todo va tan rápido que el mañana es hoy y el futuro es casi ayer, estaban descartadas las prisas salvo para los velocistas, donde se destacó Dylan Groenewegen, la otra naranja mecánica. El holandés repitió sonrisa en Amiens. Aunque innovó en la pose. No hay quien amordace al joven sprinter, que sepultó a Gaviria, que lanzó un cabezazo a Greipel en el sprint, y a Sagan. El colombiano y el alemán fueron descalificados por su temeraria maniobra. El segundo laurel de Groenewegen, que se iguala con los reyes de la velocidad, llegó en los parajes que iluminaron la imaginación de Julio Verne, escritor y visionario, que, entre otras obras, escribió Viaje al centro de la Tierra. Allí se encuentra el magma. La lava que enciende el infierno. El del Tour está construido con adoquines, así que el pasaje hacia la catedralicia Amiens, donde nació Emmanuel Macron, presidente de la República francesa, era algo que merecía ser degustado con calma, como esos abrazos eternos de las historias de amor que saben que ya no van a ser. Las despedidas siempre cuestan.

Entre tierras para la siembra de cereales y molinos de viento, que fueron el escenario de la locura, la barbarie y la sinrazón del ser humano en el Somme, escenario de cruentas batallas en la I Guerra Mundial, Grellier y Minnard transitaban con el entusiasmo intacto, arengados por la cuneta, abarrotada en el festejo patriota de una jornada sin chicha. Había más algarabía que ritmo entre tanta memoria. Era día de boda en el hexágono. Los invitados charlaban distendidamente, sin nada que les atosigara porque el final estaba escrito para Grellier y Minnard y el resto era ver pasar las horas. Hablar por hablar. Un modo de distraer el pensamiento porque la obsesión de las piedras aplasta los cálculos de los favoritos, sabedores que el primer Tour se cierra en Roubaix y otro, distinto, comienza a partir de lo que decidan los adoquines, las tablas de la ley. En el Tour, empero, no conviene adivinar el futuro. Solo Julio Verne dispone de bola de cristal. La Grande Boucle maneja el destino, juega con los corredores. Les tira las cartas del tarot. De cuando en cuando les lanza a la carretera. Les corta los hilos. Marionetas.

caída de omar fraile La montaña de pavés estaba merodeando en el pensamiento de todos y esa idea, obsesiva, en espiral, arrastró a muchos en una montonera en medio del pelotón. Concentrados en el futuro, no vieron el presente. Apenas restaban 16 kilómetros para el final y escuchar las campanas de la catedral de Amiens cuando sonó un réquiem. Caída numerosa. Dan Martin, que derribó el Muro de Bretaña el jueves, se fue al suelo entre una maraña de carbono y un amasijo de huesos. Cuerpo a tierra. También el de Alaphilippe. El irlandés se raspó la espalda y se hirió el codo. Esa no fue su peor derrota. Acumuló una pérdida de 1:15 en víspera del gran examen. Martin suspendió el control. Antes del pedregal, Dan Martin tendrá que derribar otro muro. El mental.

A Omar Fraile, que debuta en la carrera, también le descabalgó el infortunio en su viaje iniciático hacia París. El Tour lo mismo sacude a la nobleza que a la clase media. Sin piedad. El santurtziarra no fue el peor parado en el nudo que se formó cuando la carrera tamborileaba los dedos para su desenlace. Simon Clarke, ovillado sobre sí mismo, tuvo que recibir asistencia médica, pero fue capaz de cerrar la jornada guiado por los arrestos del orgullo.

Con la etapa altiva tras el balanceo en la mecedora, Peter Sagan quiso reivindicar su estatus y honrar el maillot verde que cubre su hercúleo cuerpo. Tal fue su ansia e ímpetu que se precipitó de mala manera. El eslovaco, un reputado cazador, erró el tiro por varios palmos. Apretó el gatillo desde muy lejos. Su bala fue rápida hasta que balbuceó y acabó gateando. Lo que comenzó siendo un sprint acabó siendo un maratón para el eslovaco. A su lado, Gaviria estaba dispuesto a desempatar. Ambos mostraban dos muescas en la culata. El colombiano superó a Sagan con determinación tras darle un cabezazo a Greipel, cuando el Gorila de Rostock le apretó contra las vallas. Gaviria encabezaba el asunto y se olvidó del ángulo muerto del retrovisor. Por allí brotó Groenewegen, de nuevo imperial. El holandés que parecía errante antes del viernes aplastó a todos con la fuerza de un martillo hidráulico. Acalladas las críticas, Groenewegen remontó con la pericia y la determinación de los salmones que escalan ríos contra la corriente. En Charters mandó callar. En Amiens realizó otro juego de manos. Mostró la V de victoria por partida doble a la espera de Roubaix, donde los favoritos se internan apretujados en el infierno. El día nacional de Francia, Groenewegen, rebelde, tomó la Bastilla.