Nieve se regala una montaña
El leitzarra vence en Cervinia y chris Froome certifica la conquista del Giro de Italia
donostia - “Era el día soñado. Ha sido perfecto. No podía soñar con un cumpleaños mejor”. Parco en palabras, pero con un enorme discurso sobre el atril de la bicicleta, Mikel Nieve celebró el mejor cumpleaños de su vida. En una fecha tan señalada, el festejo de la vida, se acordó de su hijo nacido en diciembre y de su mujer cuando lanzó los brazos al cielo de los Alpes. Un chupete para la criatura y un beso para su chica. El día que soplaba 34 velas, el leitzarra envolvió con papel de oro una etapa colosal para festejarla con la emoción contenida en Cervinia. Bajo la mirada afilada del colosal Cervino, notario de la felicidad, también se celebró la conquista inimaginable de Chris Froome. “Este Giro ha sido la gran batalla de mi vida. Hace tres días estaba a tres minutos de los mejores. Es un sueño ganar tres grandes consecutivas”, expresó el británico, que empaquetó la carrera italiana por delante de Dumoulin, que actuó como un campeón hasta los estertores. “Estaba cansado, pero me habría culpado el resto de mi vida si no lo hubiera intentado. Intenté todo lo que pude. Froome fue el corredor más fuerte. No estaba seguro de tener las mejores piernas al final, pero sabía que siempre me arrepentiría si no lo intentaba. Ahora no tengo nada de lo que arrepentirme”, expresó el holandés. Miguel Ángel López, el Superman con capa blanca, la del mejor joven de la Corsa rosa, será tercero en Roma.
Después de la gran cabalgada de Froome el día anterior en una de las mayores hazañas jamás vistas, cuando el británico lanzó un puñetazo a la historia, Froome certificó el laurel en el Giro para coserlo al de Tour y la Vuelta. Uno detrás de otro, a modo de endecasílabo. “Ha sido un Giro brutal”, confesó Froome, pintado de rosa. Con ese color inscribió su nombre en el frontispicio de gigantes de la talla de Coppi, Merckx e Hinault. Él es el cuarto en entrar en el salón de la fama del ciclismo. La ciudad eterna le recibirá con pétalos rosas. También a un gran Pello Bilbao, sexto en la general de la carrera, la misma posición que ocupó en la crono de Jerusalén Oeste. Desde entonces, el gernikarra ha certificado su crecimiento en la carrera italiana, una de las tierras más queridas por Mikel Nieve.
El de Leitza tuvo que alejarse de Froome para vencer en Cervinia. Muchas victorias empiezan en las despedidas. De las lágrimas surgen las sonrisas. Una nueva vida. El leitzarra, que fue miembro distinguido de la guardia de corps de Froome -el británico se enfadó con los rectores de su equipo cuando supo que le abandonaría- dejó el Sky para ser más libre. El aire puro de saberse dueño de su destino le sentó de maravilla a Nieve en el corazón de los Alpes. En el Mitchelton, su actual equipo, le dieron eso trozo de aire. Una bocanada que camino de Cervinia convirtió en huracán. Caído en desgracia Simon Yates -del que cuidó en las penurias de La Finestre, cuando al inglés la montaña se le cayó encima- Nieve, un ciclista de perfil bajo pero de vuelo alto, elevó el gesto para imponerse en Cervinia sin que nadie le sombreara la felicidad, contenida, pero acuosa en la mirada. “Estoy contentísimo”, apuntó Nieve, como quitándole solemnidad al logro, magnífico el día que el Giro capitulaba a la espera de Roma, la última pasarela.
Nieve fue una avalancha en San Pantaleón. Allí se despegó de Gesink y Grossschartner, a los que les entró la tiritona. La montaña que precedía a Cervinia fue el sitio de su recreo; el del funeral de Thibaut Pinot, que se quedó deshabitado. Del podio, era tercero, se precipitó al olvido. Sus compañeros le acompañaron en la zozobra. Una postal conmovedora sobre la solidaridad y el cuidado del caído. En las rampas de esa montaña Nieve inició el deshielo. Desde San Pantaleón, a 30 kilómetros de meta, ensortijó su tercer triunfo en el Giro. En la carrera rosa, Nieve ondeó su bandera. Un diseño de tres colores. Primero fue el naranja del Euskaltel-Euskadi en 2011, después el negro del Sky en 2016 y finalmente el azul del Mitchelton. Izó con energía, sabiduría y clase su ciclismo el leitzarra a medida que se plegaron en la impotencia sus compañeros de escapada. Se encogieron ante Nieve cuando el día elevó los cuellos de la camisa. Entendieron de inmediato que Nieve tenía la etapa latiéndole en los piernas.
Dumoulin, hasta el final Mientras Nieve canturreaba en silencio, al modo en el que cae la nieve, con ese compás melancólico, Dumoulin apretaba los dientes en la búsqueda de lo imposible. Orgulloso hasta el tuétano. El holandés, un campeón de punta a punta, pretendía una quimera. Lo intentó en tres ocasiones en Cervinia. En todas respondió con la ceja levantada Froome, sobrado en el final de la carrera. Dumoulin, con el ceño fruncido porque no quería que Froome estuviera en la ronda italiana, tuvo que claudicar, superado por el británico muerto y resucitado. Dumoulin no quiere ser Froome. Lo imposible lo logró Froome, que en Cervinia esprintó junto a Poels para acentuar su dominio. Carapaz y Miguel Ángel López dejaron su guerra. Froome estaba en paz consigo mismo. “Tengo la conciencia tranquila”, argumentó una vez atrapado el Giro. Semanas atrás abandonó de negro Jerusalén Oeste tras su caída y acabó la carrera italiana a dos colores: de rosa y también de azul, el color del rey de la montaña. Rey de reyes. Como Pantani en 1998. El mejor de los días para el británico. Como el de Mikel Nieve, que en su cumpleaños se regaló una montaña. Froome envolvió el Giro con ella.