donostia - “Un uomo solo è al comando, la sua maglia è biancoceleste, il suo nome è Fausto Coppi”. Así se anunciaban las gestas del Il campionissimo el pasado siglo en la voz de Mario Ferretti. Aquello sonó el 10 de junio de 1948. Italia vitoreaba a su ídolo escuchando la radio e imaginaba sus victorias. Era el sonido que recordaba a su dios pagano. Setenta años después, en La Finestre, la cima más alta de este Giro, que honra la memoria de Coppi, irrumpió Chris Froome, otro gigante, para reventar la carrera y escribir una de esas historias únicas. Una gesta imposible, solo al alcance de los grandes campeones y de los locos. Probablemente los campeones cuerdos no existan. Froome actuó como un enajenado y como Coppi también viste de blanco y azul. Un loco maravilloso que atacó en la montaña de los más grandes, a 80 kilómetros de meta. Froome fue Coppi y también Merckx por ambicioso y voraz. En la tierra de la Finestre, cuando su equipo había estrangulado a Simon Yates, que explotó como una palomita; apenas hizo pop para perder una vida en meta: 38 minutos, Froome olvidó el potenciómetro, los cálculos y el control. Se descamisó. A pecho descubierto. “Era ahora o nunca”, dijo después. La más grande de las apuestas. “Jamás había hecho nada como esto. No podía esperar al último puerto. Tenía que hacer una locura”, enmarcó Froome.
El británico agarró desde la sinrazón la maglia rosa del Giro. Enterró a paladas el ciclismo de los tiempos modernos en la montaña de tierra. Froome corrió en blanco y negro. A dos tintas. Tiró a la basura el catálogo tecnológico que le ha coronado y rescató del desván el ciclismo añejo, el más viejo, el de los campeones antiguos. La inspiración de la épica le colocó en la peana de la historia. Alguien escribió que las mejores victorias son las de los vencidos. Tal vez tuviera razón. Froome estaba enterrado, perdido en el bosque del tiempo, y renació. Emergió salvaje, desatado, en estampida, para completar una etapa memorable, de otra época, un monumento al ciclismo. La cabalgada solitaria de Froome quedará escrita a fuego en la memoria colectiva como uno de los grandes hitos de los memorándum del ciclismo. ¿Dónde estuviste el día que Froome reventó el Giro en la Finestre? Esa será la pregunta que recorrerá las sobremesas durante años entre exclamaciones. Froome corrió para el recuerdo, para que nadie olvide su nombre.
En el techo del Giro, aún nevado, a 2.178 metros de altitud, con 80 kilómetros por delante, en medio de la arena, tras la huella de Coppi, Froome solo contó cadáveres y la más grande de las glorias. Se puso el traje de enterrador. La ocasión lo merecía. Fue un acto tan solemne como cruel. Liquidó a Simon Yates cuando la Finestre aún tenía el piso de asfalto y lo abetos cuidaban la ladera. El líder explotó sin violencia ni resistencia. Fue una muerte dulce, sin dolor, como si fuera el epílogo de Prato Nevoso. El Sky y su cordada, con Puccio, De la Cruz, Poels y Elissonde, arrancaron del Giro a Yates, que se quedó con Mikel Nieve como único consuelo. Por delante, no había paz. Se habían desatado los vientos de guerra. Froome ordenó otra carga. La definitiva. La caballería, al galope. Elissonde, frenético, colocó a Froome en la rampa de despegue. Llegó el estallido. La primera sílaba para la proeza. Faltaba un mundo. Froome lo hizo suyo. ¿Por qué no? ¡Qué demonios! Lo apretó contra el pecho como un crío abraza un peluche. Con esa fuerza sobrenatural descascarilló a Dumoulin, que llegó derrengado, a 3:21 del británico después de una persecución titánica entre La Finestre, Sestriere y Jafferau. El holandés es segundo a 40 segundos del nuevo líder. El resto, no cuenta. Demasiado lejos de Froome, el emperador, que dice que “las piernas estarán mejor en lo que queda”.
La epopeya de Froome solo puede emparentar con aquellos episodios que se guardan a modo de incunables en los arcanos del ciclismo. Espigado, enjuto y huidizo, a Coppi le encantaba correr en solitario, como si se escapara de una angustia vital. Un hombre solo pedaleando sobre su obsesión. Huir, cuanto más lejos mejor. Froome siempre ha preferido la compañía, el séquito del Sky, hasta ayer. Desde la cabalgada tramposa de Floyd Landis en el Tour de 2006, no se ha visto nada que se asemejara a la exuberante exhibición del británico, que tiene pendiente la resolución de su caso por salbutamol. Se lo recordaron en la cuneta. Uno vestido de médico y otro portando un dispensador de ventolín gigante, mientras ascendía la Finestre. El británico había sido un fantasma que vagaba hasta que encontró la luz en el Zoncolan. Esa fue la señal de la resurrección. Aunque nadie en su sano juicio podía pronosticar la hazaña que completó en su camino a Bardonecchia, donde asaltó los cielos tras una travesía genial, que nunca caerá en el olvido. El do de pecho de Froome retumbó en los Alpes y su eco pervivirá durante siglos en esos lugares que solo ocupan las leyendas.
Detonó Froome el Giro en La Finestre, para completar una jornada escultórica. Se ganó un estatua. Alfarero, le dio forma en el esterrato, mientras Dumoulin, hierático, trataba de coser la herida, que acabó siendo un costurón. En la cima de la montaña de tierra, caído en desgracia Yates, sobreviviendo el resto, tejiendo hilos de esperanza ante una mole tremenda, Froome disponía de una renta de 40 segundos sobre el holandés, Pinot, Carapaz y Miguel Ángel López, que se sentaron en el sofá, viendo cómo se desgastaba Dumoulin persiguiendo a un Froome colosal, con el espíritu guerrero y la mirada furiosa de los aventureros. El británico descendió como un kamikaze. Nada era tan grande como su misión. Tampoco los barrancos. Froome pensaba en rosa. El color de la victoria en Italia. Por detrás, solo Dumoulin daba la cara. Se escondió Pinot y se borraron Carapaz y Miguel Ángel López. La renta creció. Froome era un suflé. Imparable, el británico colgó dos minutos en el paso por Sestriere, donde la carrera era un mano a mano. El deseo ardoroso de Froome contra la resistencia y la agonía de Dumoulin, acompañado, pero en soledad.
A cada palmo, Froome se acercaba más y más al paraíso mientras a Dumoulin se le acumulaba bilis y derrota en los pedales. Froome era un espectro, una idea, un ser etéreo que flotaba. Lejos de la poesía del británico, padecía el holandés, que entró en las faldas de Bardonecchia con la maglia sobre los hombros del británico, que había recuperado los 2:56 minutos de desventaja con la que comenzó el día. A la hora de la merienda, más de 5.000 metros de desnivel después, Froome levantaba los brazos como un Sansón y el Giro le recibía con una reverencia. Había reventado la carrera italiana en una jornada colosal, un pasaje para los libros de historia que le reservan una fecha y un lugar. Su triunfo sonó a viejo. “Un uomo solo è al comando, la sua maglia è biancoceleste, il suo nome è Chris Froome”.