donostia - Rubio como la cerveza que enmarca la clásica, Michael Valgren (Astana), un vikingo sobre ruedas, se hizo de oro en la Amstel Gold Race, la clásica de la espuma y la cebada. El danés se bebió la carrera de dos tragos, como cuando se tiene prisa o el bar está a punto de cerrar y suena la campana de la última ronda. La espuela la degustó Valgren, que no dejó ni gota. Ley seca. La amargura quedó para Roman Kreuziger (Mitchelton), que compartió sidecar con el danés, y Gasparotto (Bahrain), los que más se acercaron a la barra. Los jerarcas, Peter Sagan, Alejandro Valverde o Gilbert, se atrancaron en la puerta. Atascados porque todos se vigilaban tanto y de tan cerca que no había espacio ni para respirar, menos aún para avanzar y acceder al portón de la gloria. Por la ventana se coló el sediento Valgren, que antes conquistó la Omloop Het Nieuwsblad empleando el mismo método, acodándose en la zona Valgren, a un par de kilómetros de meta, cuando la Amstel era un ajedrez donde los aristócratas pensaban demasiado. Valgren se saltó el protocolo. Eligió otro juego; el dinamismo del parchís. Comerse una y contar veinte.
Sagan (Bora), Valverde (Movistar), Alaphilippe (Quick-Step) y el resto se medían al milímetro. Querían una radiografía exacta de sus oponentes y no exponerse demasiado para no claudicar en la foto de meta. Ese fue su error. Racanearon demasiado. Suele ocurrir cuando se teme una derrota por honrosa que sea. Nadie quería que le hicieran la autopsia y aparecer en el fotomatón de meta con una mueca de disgusto. No queda bien en la orla de ganadores ni en los renglones del currículo. La mejor imagen se la quedó el danés, con pose de forzudo, bramando felicidad, tras desactivar el sprint de Kreuziger, que nunca pudo derrotarle. Valgren, que no pertenece a esa estirpe de tipos a los que vigilar, se desencadenó en dos actos. Fuglsang, su compañero de equipo y líder, actuó de señuelo. El Mcguffin que tanto gustaba a Alfred Hitchcock, que enganchaba al espectador con un artificio que jamás se resolvía porque lo que quería contar era otra historia. Se trataba de un trampantojo. El Astana pensaba en Valgren y por eso activó a Fuglsang a modo de hombre anuncio. El eterno juego del trilero. Aceleró el poderoso danés y como todos le conocen en el vecindario no tardaron en rastrearle el resto de ciclistas con un ilustre árbol genealógico. Valgren aprovechó el camuflaje. Hombre invisible en un grupo con demasiados favoritos reunidos en la misma mesa.
Landa da aire a valverde En un conclave de reyes era imposible la fumata blanca. Demasiados humos. Valverde, que piensa en la Flecha y en Lieja, tensó después de que Mikel Landa (Movistar) realizara un trabajo soberbio en su favor en la clásica. El alavés se sintió cómodo, al igual que Ion Izagirre, y acompañó a Valverde en su intento de asalto con la escalinata dispuesta para el murciano. Valverde, el infinito, se puso de pie en Geulhemmerberg para otear mejor el horizonte. Después se mostró Bemelberg. En cuanto asomó acudió raudo el chisposo Alaphilippe, un ciclista nervudo y pizpireto para encapsular a Valverde. Sagan y su arcoíris amagaron con la tormenta, pero el eslovaco es preso de su propio personaje. Un circuito de cámaras le persiguen sin desmayo. El detector de movimiento encendió el piloto rojo cuando parpadeó el campeón del mundo. El tiovivo se apagó. Fuera luces. A la espera. En esas, tamborileando los dedos los pudientes, haciendo volutas de humo con sus pensamientos, imaginándose en el podio, Valgren, ambicioso, con la fuerza de un Thor, se lanzó. Kreuziger, el checo que saboreó la Amstel en 2013, supo que Valgren quería una reino y estaba dispuesto a todo. Destruyó el esfuerzo del checo en un ser o no ser. Dos tragos bastaron a Valgren para beberse una Amstel Gold Race con sabor a gloria.