Hace muchos años, en una facultad universitaria zaragozana, había un profesor de esos que hoy llamaríamos asociado, entonces no existían, quizás porque las asociaciones, en general, estaban mal vistas por las jerarquías de la época. Era un profesional que ejercía como tal y que por razones que ignoro, quizás preparaba la tesis doctoral o simplemente disfrutaba con la docencia, daba algunas clases teóricas. Lógicamente, su visión general de los temas era infinitamente superior a la de los alumnos y de algunos detalles que ahora se revelan muy importantes en la práctica diaria, insistía con su acento aragonés. Esto se lo digo pa que se lo sepan, porque esto cae. A los alumnos les hacía gracia, hasta que caía, claro que caía, pero en el examen. Recuerdo esta anécdota cuando me entero de la sentencia del caso Contador-Clembuterol. Se lo dijimos desde este rincón varias veces. Casi éramos los únicos que sosteníamos que aquello no estaba bien planteado. Que era una solemne chapuza. Que del solomillo de Irun, nada, que, como mucho, podía haber colado de haber sido hígado. ¿Qué van a hacer ahora con el industrial de la carnicería irundarra?, ¿un homenaje de desagravio, quizás?

Y de nuestros veterinarios del servicio de control e inspección en mataderos y minoristas en el punto de mira de la sociedad y del propio Lehendakari, ¿qué dirán ahora? Nos queda la satisfacción del deber cumplido. Después de muchas horas de trabajo revisando albaranes, podemos afirmar que la trazabilidad de la carne está garantizada. Nuestras pesquisas para determinar el origen de la pieza fueron un éxito. Nuestro. No de Contador. Y del matadero durangués de Erralde que, si no tenía suficientes problemas por la indecencia de unos y la inoperancia de otros, pretendían ligarlo con la causa perdida presentando unas actas de inspección facilitadas por algún funcionario que violó el obligado sigilo. Ahora, ¿qué les decimos a los entusiastas gestores y gerente? ¿Y a los consumidores?