Quizás no lo pudo evitar porque quizás nadie puede evitarse a sí mismo. Lance Armstrong, todo el RadioShack que comenzó el Tour con la etiqueta de mejor equipo y así acabó, subido en bloque al podio de París pese a no tener ni un ciclista en el top ten, se presentó en la mañana de Longjumeau con un maillot negro sepulcral, el número 28 dibujado en grande en la espalda en recuerdo de los 28 millones de enfermos de cáncer que hay actualmente en el mundo. Armstrong en esencia. Solidario. Y provocador. Porque el gesto bello del tejano acabó en una discusión con los comisarios de la carrera antes siquiera de acabar el tramo neutralizado. No se puede cambiar de maillot durante una prueba por etapas sin permiso de la UCI.

Finalmente, los chicos de Armstrong y él mismo obedecieron y se volvieron a poner el jersey rojo oficial. Dio Lance su brazo a torcer -la amenaza de expulsión influyó, seguramente-. No es habitual.

Terry Armstrong, el padrastro al que Lance no dirige la palabra, contaba estos días de despedida del Tour que el tejano siempre se ha sentido abandonado por el mundo salvo por su madre, a su lado permanentemente, y que quizás sea precisamente eso, la soledad forzada, la falta de cariño, el germen del odio visceral que ha alimentado un éxito incomparable. Dice más Terry, que recuerda sermones al pequeño Lance de un poso insondable. "Los Patriots han ganado la Super Bowl, ¿a que no sabes contra quién?", preguntaba el padrastro, que sin dejarle responder, concluía: "No te puedes acordar porque han quedado los segundos. Nadie se acuerda de los segundos".

Quizás por eso y por el abandono que sintió en su infancia, Armstrong siempre quiso ser un ganador. El primero. El recordado. Después de desafiar a la muerte y vencer al cáncer, se dedicó a ganar el Tour. Lo hizo durante siete años consecutivos. Nadie había ganado tantos. Quizás nadie los vaya a ganar jamás. Fue más allá. Mientras todos los campeones decidieron retirarse tras comprobar que ya no eran los mejores, tras honrar a los nuevos ganadores con su derrota, el tejano fue el primero en anunciar su retirada meses antes de ganar su séptimo Tour.

En julio de 2005, Bernard Thevenet le puso su último maillot amarillo, el que hacía el número 81, y se despidió con una égloga al ciclismo desde el púlpito de los Campos Elíseos: "Lo siento por los cínicos, por los escépticos que no creen en el ciclismo, que no creen en los milagros. El Tour y el ciclismo son una carrera y un deporte extraordinarios en el que no valen los secretos. Soy un fan del Tour, lo seré toda mi vida. No es un secreto que es el deporte más difícil, el que exige más trabajo y sacrificio".

Cerró así la era Armstrong, el epílogo perfecto de la película hollywoodiense que había empezado con aquella lucha victoriosa contra el cáncer y un regreso espectacular.

La segunda parte, el cariño En todos esos años, siete Tours, 21 etapas -otras dos antes de que el cáncer le apartara de la carretera-, 81 días de amarillo, el Armstrong extremo que odia con todas sus fuerzas o ama con todo el alma, el deportista exigente o el delicioso compañero, generó más rechazo que ningún otro campeón antes entre los aficionados franceses. Jamás un allez Lance. No conoció el cariño. Paradójicamente, su regreso en 2009, la superioridad de Contador y Andy, su debacle total en 2010, le descubrieron a Armstrong algo inimaginable: la belleza de la derrota, el aura romántica que envuelve al héroe abatido.

Su lugar, el Les Arcs de Indurain, el Tourmalet de Lemond, el Pra Loup de Merckx, el Superbagneres de Hinault, fue el col de La Ramaz; su día, un 11 de julio de 2010 en los Alpes de piedra, tres caídas, la espalda destrozada, el dolor, el sufrimiento extremo, la impotencia… Y fue en ese paisaje desolador, el campeón caído, el Dios Lance es humano, 11 minutos para constatarlo, cuando encontró el cariño. Allez Lance. Como antes Anquetil, Merckx, Hinault o Indurain, nunca fue tan querido Armstrong como en la derrota.

Tampoco, nunca tan a tiempo como en su decimotercera participación, la última, en la que ha explorado un Tour desconocido. Jamás hubiese imaginado Armstrong que se podía disfrutar de un Tour sin ganarlo, sin ser protagonista, que se podía uno divertir fuera de foco. Cuentan en el RadioShack que el tejano se ha relajado y ha gozado, distendido, olvidado la rigurosidad pretérita de los Tours de destino irremplazable: el triunfo. Lo único que decía su padrastro Terry que se recuerda. No es cierto. Vale tanto o más que cualquier otro Armstrong el que subió ayer al podio con todo su equipo, el mejor del Tour, el maillot prohibido, negro con el 28 a la espalda, la mirada brillante, el rostro relajado, la mano al aire, el saludo, los vítores, una ligera sonrisa liberadora que agudiza sus arrugas y adiós. Para siempre. Lance forever.