El Gobierno Vasco admite que el acceso a drogas en prisión es "difícil pero no imposible", a pesar de la aplicación intensiva de cacheos, escáneres, perros policía y desnudos integrales. Claro está que a personas presas y sus familiares, no al personal funcionario. Mientras tanto, mueren habitualmente en prisión jóvenes con diagnóstico de salud mental y drogodependencias, sin servicios socio-sanitarios para su atención. Las familias denuncian negligencia, y la Administración se excusa en los límites legales del control absoluto.

Mientras tanto, el mismo Ejecutivo ha prorrogado el contrato con Attenti E.M., empresa israelí para el control telemático de personas presas. Desde 2021, esta compañía ha recibido más de 25 millones de euros públicos para geolocalizar y monitorizar a una treintena de presos. A la vez, las entidades sociales de apoyo a las personas presas, expresas y sus familias sobreviven desde hace décadas gracias al trabajo voluntario y a las ínfimas subvenciones institucionales. El negocio es rentable: vigilancia y castigo son nichos crecientes del capitalismo, y el sistema carcelario vasco no escapa a esa lógica.

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Este fenómeno podemos definirlo como presocidio: exterminio físico, mental y social durante décadas de personas atrapadas en un sistema penal que castiga la pobreza, la exclusión y la disidencia. La cárcel es el negocio del castigo, no un espacio de reinserción. Una lógica que externaliza servicios a empresas implicadas en el apartheid y genocidio israelí, y que se extiende también a la Ertzaintza, cuya historia está ligada a las empresas armamentísticas del estado sionista.

"Modernización" y "seguridad" son las palabras que maquillan el control, la deshumanización y el abandono. El presocidio vasco se escribe con tecnología israelí, pero se alimenta aquí, con cada euro de nuestros impuestos invertido en vigilancia y con cada vida descartada y ejecutada por la burorepresión. ¿Hasta cuándo serán cómplices o callarán los partidos y sindicatos, el Gobierno y el Parlamento Vasco?