Francisco comenzó su papado bajo el signo de la Franciscomanía, fenómeno sociológico que logró que una persona sin conocimiento previo de los entresijos del poder vaticano ni ideario previo conocido, se convirtiera en icono de la juventud e insuflador de vientos de cambios en la Iglesia.
Asimismo, Francisco consiguió devolver la ilusión y la esperanza a unos fieles sumidos en la perplejidad y la desilusión tras la significativa erosión de la imagen de la Iglesia católica debido a los lacerantes episodios que hicieron retrotraer a la Iglesia católica a escenarios del siglo XIII.
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Bergoglio adoptó el nombre papal de su admirado Francisco de Asís (il poverello d’Assis) y, nada más ser elegido papa, exclamó: “Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres”. Frase que sería un guiño al espíritu de pobreza de los primeros cristianos y a los ideales de justicia social de monseñor Romero, quien hace tres décadas decía: “La misión de la Iglesia es identificarse con los pobres”, así como un mensaje de esperanza para los que todavía sueñan con hacer factible dicha utopía.
Francisco pasará a la Historia por su innegable carisma personal y un estilo revolucionario plasmado en un estilo apologético propio basado en el desapego de las formalidades y en su don de gentes, teniendo como hito de su papado el finiquito de la concepción eurocéntrica de la Iglesia romana y la irrupción de la Iglesia centrífuga.