Todos llevamos trozos de vida pegados a la memoria como cristales. Tengo bajo la piel frases escondidas de Borges, Karl Marx, Herbert Marcusse, Jacques Rueff… Cargo con la culpa de creer que si entierras una moneda de oro en el jardín durante un año, no se va a multiplicar, y si la troceas la suma de sus partes nunca será mayor que el total. Y, sin embargo, todos los días nos cuentan que la banca y la bolsa consiguen ese prodigio.
La riqueza es trabajo acumulado, propio y ajeno. Es energía y por eso ni se crea ni se destruye, se transforma. Y, sobre todo, lo que se transforma es la manera de repartirla. Según un informe de Credit Suisse en Internet, el 1,1% de la población mundial posee el 45,8% de toda la riqueza. Esa tendencia va en aumento.
La luna no será de los americanos ni de los chinos ni de los rusos. Será del mejor postor, es decir, de alguna sociedad anónima de ricos que se llamará a sí misma benefactora, que nos cobrará por iluminarnos la noche, tomará un tanto por ciento cuando nos enamoremos y aplicará una tasa especial cada vez que suban o bajen las mareas, y puede que hasta haya que pedir permiso para mirar los eclipses. El dinero ahora es intangible y su moneda, invisible como el hombre escondido de Dalí, difumina el acto del trueque cuando pagamos y distorsiona aún más la realidad de cómo se genera la riqueza.
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