Son numerosas las voces de repulsa a la desaparición de la cruz de doce metros que, desde 1971, estaba en la cima del Udalaitz en memoria de los montañeros fallecidos.

Han aparecido también manifestaciones a favor de la retirada de las cruces de todos los lugares públicos porque son un signo religioso.

Soy cristiano y, con todo respeto al que no lo sea, quiero hacer notar que la cruz no es solo un símbolo característico de los cristianos. Es también un recuerdo permanente de los crucificados de la tierra.

En tiempo de Jesús, la crucifixión era un tormento de esclavos, un suplicio que llevaba consigo la infamia. Arrancaba el honor y la dignidad al “ciudadano romano”. Había casos en que se colgaba de la cruz el cadáver de un decapitado para dejar patente la exclusión social y la infamia del delincuente. Cuando a las gentes del imperio se les hablaba de un crucificado se pensaba que quien muere así es el mortal más indeseable de todos los humanos y para todos los humanos.

Pues con todos esos se identifica Jesús, el crucificado. Su representación en medio de nosotros nos está pidiendo no quedar indiferentes a los crucificados de la tierra, tanto a los que están cerca como a los que están lejos.

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