El resultado de los comicios generales ha demostrado la necesidad de una nueva ley electoral, tantas veces pregonada y nunca realizada porque no les resultaba apetecible a las dos grandes formaciones políticas. Al tratarse de un régimen democrático parlamentario, las victorias electorales no son sinónimo de gobiernos asegurados y las mayorías de las cámaras son a la postre las triunfadoras de los procesos electorales. Unas veces favorece a unos grupos políticos y otras a formaciones antagónicas. Es lo que hay. El PP de Feijóo ganó las elecciones de julio, una victoria insuficiente que le impide aspirar, salvo sorpresa de última hora, a la formación de un gobierno estable. El líder gallego tiene todo el derecho del mundo a presentarse a la investidura, aunque sepa el resultado final de la misma. Ha resultado ganador y debe presentar su programa ante la ciudadanía para saber a qué atenerse. Y resulta indecente que algunos –si hacemos caso de lo que se dice en algunas crónicas o tertulias– pretendan desbancarlo en estas circunstancias. Y si fracasa su investidura, le corresponderá el turno a Pedro Sánchez. Sin tapujos, con las ideas claras y con la transparencia necesaria, incluyendo los aliados necesarios y el precio político resultante. Y es que al final los únicos responsables de este complicado panorama político que se nos presenta somos los electores. Ni más ni menos.

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