íctor Orbán lleva once años gobernando Hungría con mano dura, xenofobia, y un pequeño -pero constante- incremento del nivel de vida. Lo hace con medidas al borde de la democracia y del Estado de derecho, sin que eso parezca que les importe mayormente a buena parte de los magyares.

Ante esta situación, los moralistas de poltrona de la Europa rica se preguntan ¿por qué les gusta Orbán a los húngaros?

La respuesta la dieron hace mucho siglos los romanos que acuñaron la frase de Ubi bene, ibi patria ("donde me va bien, allá está mi patria"). Y es que Orbán, un más que activo miembro del Partido Comunista en la era de la hegemonía de la URSS sobre la Europa del Este, entiende como nadie las reglas de la política magyar y el sentir del país. Este quiere normas claras, discriminación positiva de los nativos y, ante todo, una elevación del nivel de vida. Quiere ésto y cree que Orbán se lo da.

Que con Orbán y su partido (Fidesz) impere en el país también la corrupción -algo endémico en el este de Europa- y un autoritarismo con fuertes reminiscencias dictatoriales no gusta, pero se acepta. Al fin y al cabo, esas lacras están afincadas en Europa Oriental desde hace siglos; la gente ya está habituada a ellas.

Tampoco le importa un comino a la mayoría que esta mejora económica no se deba a un auténtico enriquecimiento de la República, sino que sea fruto en grandísima parte de las subvenciones de la Unión Europea. Para el electorado, lo importante es el balance personal al final del mes.

Y este es mejor que antes. Con el aliciente de que se nota por doquier y en todo momento que eso de ser húngaro en Hungría es hoy en día un privilegio. Gracias a Orbán -piensa la mayoría- el país no tiene que soportar (y alimentar, albergar y sanar) la avalancha de fugitivos tercermundistas que se empeña en llegar al Jauja del siglo XXI (Alemania, Francia, Gran Bretaña) y se queda por el camino allá donde el destino y los traficantes de hombres terminan por desentenderse de ellos. Además, el que esto se haga en contra del clamor (clamor con la boca chiquita, todo hay que decirlo) de occidentales y moralistas pasivos es un gozo añadido. Al fin y al cabo, cada uno hace lo que le da la gana en su casa.

Claro que el tinglado económico-psicológico de Orbán tiene los pies de barro. El año próximo se han de celebrar elecciones generales en el país y la crisis económica general podrá reflejarse amargamente en las ayudas a Hungría€ y, consecuentemente, en las urnas. Sin olvidar que la asistencia sanitaria no constituyó nunca un mérito del régimen y la pandemia actual puede transformar en un gran rechazo la complacencia con que el pueblo ha mirado mayoritariamente el radicalismo nacional-conservador de Victor Orbán.