s muy difícil explicar lo que una siente al entrar aquí”, dice Laura Hebeisen mientras nos acercamos al campo de personas refugiadas de Vial, situado en la isla griega de Chíos. “Hay algo que se te encoge en el pecho en un lugar tan hostil e inhóspito, apartado de la ciudad para que no lo veas, rodeado de policía con la excusa de protegerlos frente a los neonazis y donde las ratas parecen las verdaderas dueñas del lugar. Un espacio con un olor penetrante y lleno de insalubridad, un sitio que no debería existir”.

Esta médica forma parte del equipo voluntario de Salvamento Marítimo Humanitario (SMH), la asociación que también sustenta al barco de rescate Aita Mari Actualmente es la única organización que ofrece atención sanitaria en este campo.

La modesta clínica de esta ONG se encuentra dentro de una antigua nave industrial, donde comparte espacio con algunas oficinas y con la policía, que blinda sus entradas mientras se encarga de registrar a todos los pacientes que necesitan asistencia, sean hombres, mujeres o niños de cuatro años. La mitad de la nave está dedicada a una planta de reciclaje cuyo hedor impregna parte del campamento.

Alrededor de esta nave se extiende el campamento de Vial, distribuido en dos zonas de barracones divididas según nacionalidades y una tercera donde se encuentran quienes acaban de llegar a la isla. Los barracones miden unos 20 metros cuadrados y pueden llegar a albergar entre ocho y doce personas. La sensación dentro de ellos es tremendamente asfixiante. Unas cuantas tiendas de campaña unidas entre sí hacen las veces de mezquita y a su lado emerge un pequeño campo de fútbol. Los alambres de espino están por todas partes.

Además de Hebeisen, el equipo de SMH se compone de dos enfermeras, tres traductores que en su día malvivieron en el campo, un coordinador griego cuyo día a día consiste en luchar contra la administración para mejorar la situación de las personas del campo y un representante legal. Estos días, dos dentistas alemanas se han unido al grupo en una colaboración entre SMH y la ONG alemana Dental Emergency Team.

NUMEROSAS ENFERMEDADES

Ixone Mendizabal, una de las enfermeras, venda el pie a un joven de Sierra Leona que se ha dado un fuerte golpe mientras resume los casos que suelen atender. “Vemos muchas heridas y golpes propios de un lugar como éste, gastroenteritis provocadas a veces por la mala calidad de la comida que reciben, dolores musculares...”, pero, además, alerta de casos de sarna o tuberculosis, “enfermedades erradicadas ya en Europa y que se deben a las malas condiciones del lugar”.

Su colega Cristina Llull añade que “hay un gran problema a la hora de derivar casos al hospital. Es muy difícil conseguir hacerles una sencilla analítica, o cultivar una herida para ver qué tipo de infección tienen. Realizar una ecografía o una radiografía es súper complicado. Es duro decir a los pacientes que vamos a intentar conseguir esas citas pero que posiblemente no lo consigamos”.

Como consecuencia de esta falta de atención, la asociación denuncia casos como el de una joven refugiada embarazada que acudió al hospital, no recibió la atención adecuada y esa misma noche sufrió un aborto ya fuera del hospital.

SOLO SE ATIENDE LO MÁS GRAVE

Una trabajadora de la clínica de la capital que prefiere guardar el anonimato reconoce esas dificultades. “Solo se atienden casos gravísimos. Nos consta que el año pasado cinco personas refugiadas murieron por no recibir la atención necesaria. Recibir asistencia especializada muchas veces depende de la gestión que haga el coordinador de SMH y de la sensibilidad de ciertos trabajadores del hospital”.

Más allá de estos casos, Bashir, un joven afgano de 25 años, no tiene una visión tan terrible de Vial. “El campo ahora no está tan mal”. El lugar está preparado para unas 1.200 personas, pero llegó a tener 7.000. “Como el espacio estaba desbordado, comenzaron a poner cientos de tiendas de campaña en los bosques de alrededor. Cuando yo llegué me dieron una tienda y una manta y me dijeron que me fuera al bosque. Al principio ni siquiera había baños, luego pusieron algunos pero estaban muy sucios. Podías ducharte una vez al mes como mucho, olía fatal y a las tiendas entraban serpientes, cucarachas o insectos. Todo estaba lleno de basura. Apenas había para comer y todos los días había peleas. Era un auténtico infierno”.

Ahora Bachir tiene razones para sonreír. Por fin, en octubre pasado, Grecia le ha concedido asilo y pronto podrá viajar a Alemania para reencontrarse con su novia. “Llegué en una embarcación a la isla en 2019 después de pasar por Irán y Turquía. Escapaba de la muerte segura de los talibanes, pero aquí me denegaron dos veces el asilo e incluso me llegaron a meter en la cárcel sin ninguna razón. Finalmente me dieron tres meses para abandonar el país”, explica. “Así que me fui a la frontera entre Macedonia y Grecia. Aquello fue terrible. Intenté pasar diez veces la frontera pero la policía me echaba para atrás mientras me golpeaba en cada uno de los intentos. Durante un mes, viví en un bosque sin apenas comida ni bebida. De hecho, si nos acercábamos a algún supermercado, los dueños llamaban a la policía”.

golpe de suerte

La suerte de este joven licenciado en nutrición cambió cuando estalló la última crisis de Afganistán. “Me llamó una abogada de Chíos y me dijo que volviera inmediatamente. Estaban aceptando el asilo para quienes habían colaborado con fuerzas extranjeras y yo trabajé para la OTAN y podía demostrarlo”.

El afgano sabe que es afortunado. El 80% de las personas que malviven en Vial van a ser deportadas. Pero además de estas personas, en Chíos, entre 500 y 700 personas refugiadas viven en apartamentos. Una parte de ellos están subvencionados por la Unión Europea y están destinados a personas en situación de especial vulnerabilidad. Ahora han pasado a estar gestionados por el Ministerio de Migraciones y las ONG de la zona aseguran que irán cerrándose en los próximos meses dejando a mujeres, niños y niñas en la calle.

Para el representante legal de SMH, Vasilis Paundakis, está muy claro lo que está sucediendo. “El Gobierno griego prometió vaciar el país de personas refugiadas y cerrar los campos, y lo está cumpliendo. En agosto dijeron que la crisis migratoria había finalizado. Paundakis denuncia que las autoridades ya no dejan a las asociaciones humanitarias acudir a las playas donde llegan las barcas. “Dicen que es por la pandemia, pero lo que está pasando es que no dejan a estas barcas llegar a nuestra costa. Las interceptan en el mar, les quitan sus pocas pertenencias, muchas veces les golpean y los devuelven a aguas turcas en unas barcas de plástico sin motor”.

“Aunque siempre hay quien consigue llegar”, cuenta el griego. “El 5 de octubre una balsa consiguió llegar a la isla. De las 29 personas que había, diez escaparon de la policía. Nadie sabe qué ha sido de ellas, pero es inviable sobrevivir en el bosque sin comida ni agua y es prácticamente imposible que alguien les ayude, porque si la policía te pilla hablando con ellos o dándoles algo para comer te arrestará en el mismo lugar acusado de facilitar la entrada ilegal a Grecia. Así que probablemente han sido devueltas a Turquía. Dos de ellas eran mujeres embarazadas”.

Además de impedir la entrada por mar, el Gobierno de Mitsotakis está acelerando los procesos de asilo. “Hasta antes de la pandemia, los solicitantes de asilo podían pasar hasta dos años en los campos de personas refugiadas esperando respuesta. Entonces, el 25% de las peticiones eran rechazadas. Ahora, el proceso es mucho más rápido. Envían a las personas al continente, a Atenas, a recibir la respuesta y en el 80% de los casos es negativa, con lo cual, pasan a ser personas en situación irregular y se encuentran de un día para otro en la calle, sin comida y sin ningún tipo de ayuda”, comenta el activista.

“Ante el miedo a la deportación, miles de personas han comenzado su camino hacía Albania, Macedonia o Bosnia, donde la situación es cada vez más complicada”.

En el Egeo hay cinco islas con campos de personas refugiadas: Lesbos, Chíos, Samos, Kos y Leros.

Vathy, el campo de Samos, ya cerró el pasado mes de septiembre, pero el Gobierno griego ha dado paso a un nuevo centro que considera una estructura moderna y segura de acomodamiento para quien pueda llegar a la isla, mientras reitera su compromiso de proteger las fronteras de forma segura y justa.

Un campo o una cárcel

En cambio, numerosas ONG la consideran una auténtica cárcel, con medidas excepcionales como doble alambrado de seguridad, cámaras, rayos X, puertas magnéticas y horarios restringidos de salida (de 8.00 a 20.00 horas). Aseguran que vulnera los derechos de las personas y que pretende ejercer un efecto disuasorio para quienes huyen de la muerte o el hambre. Estas instalaciones, están financiadas por la Unión Europea con 250 millones de euros.

Paundakis señala en un mapa el lugar en el que se construirá “esta nueva cárcel” en Chíos. Será al noreste de la isla y estará más alejada de la capital que el actual campo. A pesar de todo, sus palabras son rotundas: “Ni las expulsiones por mar, ni estas nuevas cárceles, ni forzar a estas personas a huir por las peligrosas rutas balcánicas va a impedir que la gente siga llegando a Europa. Porque no tienen nada que perder, porque ya lo han perdido todo, porque esta es su única opción para sobrevivir”.