Camina por las calles de Hernani, donde nació y le saludan los vecinos, hasta ahora acostumbrados a sus visitas esporádicas. Todo es distinto desde hace unos meses. Ha pasado ya más de medio año desde que el sacerdote Ángel Olarán (Hernani, 1938) salió de la ciudad de Wukro, en Etiopía, donde realiza una labor impagable con los colectivos más vulnerables. "Mis raíces son vascas pero mi conciencia es africana", dice Abba Melaku, como le conocen a este sacerdote. "Ahora estamos viendo la posibilidad de que pueda volver. Hasta ahora me preferían vivo aquí, recaudando dinero, que allí muerto", dice el misionero, que ofrece hoy una charla en el Aquarium, arropado por muchos de sus colaboradores.

¿Cómo se encuentra?

-Bueno, me digo a mí mismo que es como si fuera un año sabático. Lo que iba a ser una breve estancia en Gipuzkoa para operarme de un glaucoma, se ha convertido en una espera que no cesa. Tenía todo preparado para embarcar el 29 de diciembre. Unas horas antes me avisaron de que no lo hiciera, que acababa estallar la guerra.

¿Teme por el trabajo de tres décadas?

-La verdad es que se ha perdido mucho. Es la situación que nos vamos a encontrar...

¿En ningún momento se ha planteado arrojar la toalla?

-No... ¿Pero qué culpa tiene la gente? Estamos enviando dinero a las personas de nuestro entorno que siguen trabajando sobre el terreno, llevando comida y medicación para favorecer un nuevo resurgir.

Dentro de una semana cumple 83 años. ¿De dónde saca las fuerzas?

-(silencio) ¿Fuerzas? ¿Pero acaso alguien me las ha quitado? Lo único que puedo decir es que son ellos, los habitantes de la región del Tigray, quienes me llevan y me llenan de energía. Cuando hablamos por teléfono, me dicen que están bien, aunque se oigan bombas a cuatro kilómetros. Son personas tan agradecidas que tienes que insistir para saber qué les ocurre. Solo entonces te dicen que han llegado soldados, que han matado, que han violado.

¿Cómo afronta el día a día en Hernani un hombre de acción como usted?

-Casi todo el tiempo estoy en casa, leyendo y escribiendo. Toda esta situación ha coincidido con la crisis sanitaria, por lo que no es un momento propicio para encuentros. Sí acudiré al Aquarium para hablar de la situación en la región del Tigray, la región del norte de Etiopía donde trabajo y de la que se habla muy poco.

¿Se siente aquí fuera de lugar?

-Totalmente, y más asistiendo al momento político que se vive.

¿A qué se refiere?

-A lo ocurrido en Madrid estos días atrás, y en tantos otros lugares. ¿Cómo es posible que si hay quince partidos políticos, por poner un ejemplo, haya quince soluciones distintas para abordar un problema como el coronavirus? Nadie suma. Todos restan, y casi se echan a la garganta unos a otros. Debería haber cuestiones que estén por encima de la política. Dar la voz a profesionales y llegar a acuerdos con visión de conjunto. Esta sociedad está muy lejos de todo ello.

¿Cómo es la que usted conoce, a la que quiere regresar en el cuerno de África?

-Me choca toda esta situación aquí porque he vivido desde hace 29 años en una sociedad civil como la de Wukro, en la que sus habitantes son apartidistas y pueden contrastar constantemente la labor del gobierno. Cuando vuelva comprobaré qué ha ocurrido con la guerra, pero esa es la realidad que he conocido durante tres décadas.

¿Cuesta asumir lo que está ocurriendo en el norte de Etiopía?

-Nunca pensé que iba a vivir una situación así. Desde la distancia nos llegan dos fuentes. La oficial, que dice que el ejército eritreo no se ha adentrado en la región de Tigray y la que asegura justo lo contrario. Sea como fuere, Etiopía y Eritrea parecen haber llegado a un acuerdo de mutuo apoyo.

¿Se dan las condiciones para su regreso?

-Espero que sí, todo va a depender de cómo evolucione la situación de ahora en adelante.

¿Le han vacunado?

-Sí, ya me han puesto las dos. Puedo decir que soy ciudadano del mundo (sonríe)

Le pedirán el certificado verde digital...

-No lo sé, algo sacarán...

No ha perdido la esperanza...

-Eso nunca. Ni se me ha pasado por la cabeza. No veo la posibilidad de poner un punto y final. El día que físicamente no pueda, pues pararé, pero a mi gustaría morir en Etiopía. Y lo digo egoístamente porque no soy una persona de centros residenciales. Allí, donde vivo, una planta baja en la que abres la puerta y ya estás al aire libre, sé que habrá personas dispuestas a quitarme los mocos si hiciera falta. Creo que no se trata de añadir días a la vida sino vida a los días. Prefiero vivir allí intensamente cuatro días con vida que no aquí cuatro años sin ella. Es mi lugar, es mi entorno y mi gente. Por eso es algo que digo egoístamente. No se trata de sumar años sino de ser, de estar... El día que caiga, habré caído.

Dos tercios de su vida han discurrido en África. ¿De dónde se siente?

-Mis raíces y cultura son vascas. Si oigo el txistu y la trikitixa, algo resuena en mi interior. Pero mi conciencia social se despertó durante los 20 años que estuve en Tanzania. Mi vida siempre ha sido movimiento. Teníamos una parroquia, y nos desplazábamos constantemente en moto a lugares alejados, a comarcas. Entre cosecha y cosecha, entre la vida de sus gentes, fue despertando en mí una conciencia social que de alguna manera era la que estaba buscando, y que tuvo su correlato en Etiopía. Mi vida está allá, y no solo por el trabajo con la gente, que comenzó con aquella primera escuela y tantas actividades para huérfanos y ancianos. Es verdad que hubo que paliar un montón de carencias, como la falta de letrinas, los problemas con reclusos, el hospital... Además de toda esa función social, también está el campo, el agua, mantener limpio el entorno. De hecho, cuando veo por aquí las calles con plásticos y basuras por el suelo se me van los ojos. Es algo que me choca. En Wukro trato de mantenerlo todo limpio. Sí, mis raíces siguen siendo vascas, pero tengo dos injertos: Etiopía y Tanzania. Dios está en todo ello.

¿Se dan las condiciones para que se repita la masacre humana de 1985?

-Sí, porque todo Tigray está casi confinado, y hay ciertos paralelismos con lo que ocurrió en 1985, cuando no solo hubo sequía. Ocurrió entonces porque se derivó a la población a campos de refugiados con poca alimentación e higiene. Fue el campo de cultivo para que la gente muriera por el cólera o fiebres tifoideas. Puede acabar sucediendo lo mismo ahora. Hay además problemas para que llegue la ayuda humanitaria, y cuando llega parece ser que los soldados se la llevan.

Qué lejano parece su alegato en medio del incesante ruido de esta sociedad...

-Es triste que lo que nos esté uniendo a la humanidad no sea el amor, ni la justicia ni la compasión. Es el miedo al virus. Como el hambre no es contagiosa en esta aldea globlal en la que vivimos, no despierta mayor preocupación en Occidente. Lo que nos preocupa es que se destruya la economía. Me sigue extrañando el miedo al otro que persiste en la sociedad. Es algo que me llama la atención a diario, cada vez que me cruzo con alguna persona en un sendero. Mantenemos más distancias que dos coches cuando se cruzan en una calle estrecha. ¡A qué niveles estamos llegando! Los familiares convertidos en enemigos potenciales. Esto de poner el codo para saludar me recuerda más bien al gesto de izorrai! (fastídiate). No lo acabo de ver.