maginemos una boda que, pasadas unas horas o días, deviene en una intoxicación alimentaria. O una persona diagnosticada de alguna de esas enfermedades que antes eran raras y ahora van dejando de serlo, Fiebre del Nilo o Enfermedad de Lyme, u otras más conocidas, como la sífilis, el sarampión o la tuberculosis, por ejemplo. Desde Sanidad se activará a los epidemiólogos que, contactando con los afectados, realizarán la encuesta epidemiológica. Las conclusiones de esa investigación, junto con los informes de otros profesionales, nos señalarán, en la mayoría de los casos, el origen del brote o al paciente cero.

Todos los implicados en la investigación tienen una formación en Salud Pública.

Con la crisis de la COVID-19, ocurre lo mismo. Exige una respuesta sanitaria mucho mayor, por detrás de las pruebas médicas y laboratoriales. De ahí que hayan tomado cierto protagonismo los rastreadores, anglicismo con el que se denomina a ese profesional que hace el estudio y seguimiento de los contactos a través de un sistema protocolizado y bajo la supervisión de un epidemiólogo. El rastreador es un agente de salud pública, no de atención primaria. Ante la falta de efectivos suficientes en plantilla, con buen criterio, se ha recurrido a personal de salud laboral, medicina preventiva, atención primaria e incluso, en algunas comunidades, a veterinarios de salud pública. Cuando no han sido suficientes, a contrataciones del exterior.

El rastreador/telefonista ha de tener una mínima formación sanitaria, no es necesaria una titulación específica, pero debe conocer el sistema de salud, sus programas informáticos elementales, entender un historial clínico digital pero, además, ha de estar dotado de habilidades persuasivas, intuitivas y comunicadoras, todo ello con la debida firmeza. Esto va en serio. Las mujeres son mejores que los varones. No vale cualquiera y tampoco se improvisan, aunque tengan buena voluntad.

Una persona da positivo en la PCR. Se activa el rastreador. Llama al paciente y recoge todos los contactos estrechos que ha tenido desde los dos días siguientes a la aparición de los síntomas. El contacto estrecho es quien ha estado a una distancia menor de dos metros durante más de 15 minutos y sin mascarilla, en las 48 horas anteriores a la aparición de los síntomas. Se incluyen a los que hayan compartido medio de transporte en un radio de dos asientos. La cosa se complica. Normalmente, la red de contactos se reduce al núcleo familiar o social. Muchas veces se complica con el círculo laboral, de ocio o movilidad, centros comerciales, por ejemplo. Una buena encuesta aportará información adicional que permitirá señalar lugares de riesgo que podían haber pasado desapercibidos en un principio.

El primer problema surge cuando los contactos se producen en lugares de ocio, en los que el contagiado no conoce a todas las personas con las que se ha relacionado. Una sola pieza perdida en el puzle puede suponer otro foco de contagio y una nueva cadena de infecciones. Esto explica la demonización del ocio nocturno y de las concentraciones de personas.

El rastreador contactará telefónicamente con cada uno de esos contactos sospechosos indicándoles que deben confinarse durante 14 días en su habitación, restringiendo al máximo las salidas de la misma y de hacerlo, al baño, por ejemplo, siempre con mascarilla. No debe abandonar el domicilio y comunicar la aparición de cualquier síntoma. Posteriormente le hará un seguimiento telefónico, determinados días, a cualquier hora, para comprobar si mantienen el encierro y su estado de salud. Se repetirá el operativo con cada uno de sus contactos estrechos, formando una cadena de rastreo.

El siguiente problema es la responsabilidad de aquella persona a la que le ha tocado el confinamiento. Muchas veces, carente de síntomas porque la PCR inicial, muy cercana a la fecha de exposición, suele dar negativo, se aburre, se siente libre de la enfermedad y se marcha a la playa. Casi nunca a una biblioteca. Mejor. Espacio cerrado.

La cuarentena es una obligación legal -y ética-, cuyo incumplimiento se puede sancionar. Los jóvenes tienen una menor percepción del riesgo y les cuesta entenderlo, pero tienen mayor capacidad de cooperación, que han demostrado en la primera ola pandémica. Existen algunos casos excepcionales, como los temporeros carentes de domicilio, de imposible confinamiento, recordemos Lleida o el de los falsos autónomos, obligados a trabajar, con o sin virus, sin olvidarnos de las señoras de la limpieza -las interinas-, que, en muchas ocasiones, atienden varios domicilios.

Durante la primera oleada se cifraron todas las esperanzas de control del virus en los test, pero fallamos en algo tan elemental en Epidemiología como la encuesta, la identificación de los contactos. Ahora ciframos nuestras esperanzas en el rastreador para frenar el avance del virus. Tampoco es eso. No creo que pueda evitar la segunda oleada sin la colaboración de la ciudadanía: Restringir voluntariamente la vida social, aunque todos seamos de la familia, guardar las distancias e higiene, de manos y del cerebro, por aquello del sentido común.