- Manuela se desdobla en dos personajes en su vida diaria. Uno de ellos es el auténtico, el de la chica que aparece con el pelo recogido en un bar de la esquina para tomarse un zumo antes de la entrevista. Se le ve jovial y risueña. Cerca de este lugar, en una conocida plaza de una localidad guipuzcoana, está el piso donde ejerce la prostitución desde hace años. Ya en el portal, acaba de darse cuenta de que se le han olvidado las llaves. Insiste por el interfono. La única manera de entrar es que abra su compañera de piso, que en ese momento está realizando un servicio. "Ha habido suerte", sonríe mientras empuja la puerta.

Ya en el interior, la mujer da rienda suelta a su otro yo en el que encarna ese personaje que ofrece una mayor seguridad en sí misma, acompañada de melosa voz. "No tengo la sensación de hacer un trabajo sucio. En mi país era distinto cuando empecé. En Brasil te tratan como a una muñeca hinchable, pero aquí no solo es sexo, se juega con el morbo. Hay otras reglas de juego", dice asomada al balcón, donde enciende un pitillo. Con la primera bocanada, el humo se cuela al interior y se mezcla con el dulce aroma de la habitación.

Se trata de un espacio acogedor, con una cama redonda cubierta por una sábana de leopardo en medio de la sala. Unas cañas de bambú le dan al lugar un plus exótico que ha permanecido un tanto desangelado durante la pandemia.

Después de tres meses de parón sin ningún tipo de ingreso, retomó la actividad hace unas semanas. "Me dejé los ahorros, y gracias a ellos he podido ir pagando la hipoteca. No me han faltado los alimentos", algo que no pueden decir muchas compañeras de profesión.

Nadie habla de ellas, pero muchas mujeres del sector se han quedado en un limbo administrativo que les ha abocado a la miseria. "Después de muchas promesas", en ninguna de las 44 páginas de la ley definitiva del Ingreso Mínimo Vital (IMV) aparece ni una sola vez la palabra prostitución, lo que que en principio fue una promesa. Hay compañeras de Manuela que no han podido cubrir sus necesidades de subsistencia más elementales. Una amiga se quedó "atrapada en Sevilla" cuando se decretó el estado de alarma. "Se la tuvo que jugar, tratando de burlar los controles policiales para procurarse unos ingresos en una ciudad que no era la suya".

Otras quedaron atrapadas en Brasil, teniendo su residencia fija aquí. "Marcharon por unos días, coincidiendo con el Carnaval", sin saber que la crisis sanitaria estaba a punto de provocar la declaración de un estado de alarma y un confinamiento con un plazo inicial previsto de dos semanas que se prolongó durante 99 días. Les dejó fuera de juego por tiempo indefinido. Manuela tiene constancia de propietarios que tenían arrendado el piso a compañeras de profesión, ausentes a su pesar durante largo tiempo, a las que acabaron por echar su ropa y sus pertenencias a un container para realquilar la habitación. "Hay chicas que todavía lo están pasando muy mal. En mi caso, si llega a durar unos días más el confinamiento yo también habría trabajado a escondidas", asegura.

De hecho, asegura que ante otro encierro no dejaría de trabajar, como lo ha hecho, porque ya no se lo puede permitir. "Si viene de nuevo la cuarentena, que venga con la policía porque me vería obligada a seguir".

Al menos, toda esta situación le ha sorprendido en Gipuzkoa, dice la brasileña señalando la habitación. Mira la mesilla donde guarda los guantes, preservativos y el aceite. Son sus herramientas de trabajo. Por aquí pasan clientes y clientas de toda clase. "Ellos y ellas pagan, pero tienes que demostrar que la que mandas eres tú", explica, encarnando ese otro yo. "Aquí es donde doy rienda suelta a mi personaje, ese que tiene que satisfacer las fantasías y alimentar el morbo. Ofrezco sexo a personas que habitualmente no vienen aquí por un deseo de poner los cuernos sino a buscar lo que sus parejas no les dan. El sexo es necesidad, y ante ella hay mil situaciones que se deben respetar".

Sus palabras resuenan con ese poso que deja haber visto tantas cosas y callar otro tanto. Eso sí, lo que nunca falla es la limpieza. Las mujeres que ejercen la prostitución siempre han sido muy celosas de su cuidado y de la importancia de la higiene. El COVID-19 plantea ahora un plus de exigencia. "Espera un momento". Manuela se marcha y al cabo de unos minutos regresa con una caja. En este recipiente de plástico es donde los clientes deben dejar su calzado y la ropa ligera. "Si vienen de traje lo coloco en la percha con funda que cuelga de la puerta".

Abre un cajón y muestra sábanas convenientemente planchadas y cubiertas con plástico. "Intento ofrecer lo mejor de mí, pero siempre buscando el respeto mutuo y jamás dejando que me traten como a una muñeca hinchable".

Aunque haya una transacción económica de por medio, de puertas adentro no todo vale, precisa. "También aquí es aplicable el solo sí es sí", dice en relación al anteproyecto de ley de libertad sexual. "Sé que en muchos casos no será así, pero yo ejerzo este trabajo siendo plenamente consciente, y por libre decisión. Lo tengo asumido, pero eso no le da derecho al cliente a hacer lo que le venga en gana. Para mí es una profesión, un trabajo que no tiene mucho sentido esconder porque ya lo sabe todo el mundo", indica la brasileña, que reside en el mismo municipio donde atiende a los clientes.

Es algo, a todas luces, inusual. De hecho, desde la Asociación Antisida de Gipuzkoa suelen recomendar ejercer en una ciudad alejada del lugar de residencia. "Cada caso es un mundo, pero solemos aconsejar que no trabajen en la misma ciudad en la que viven, porque te puedes encontrar en mil situaciones", asegura el educador social de la asociación, Asier Lekuona.

Por el bien de todos, es conveniente evitar toparse con clientes que pasean con su familia, y que poco antes han estado con esa mujer con la que ese mismo día han dado rienda suelta a su más desbordante fantasía.

"Intento ofrecer lo mejor de mí, pero siempre buscando el respeto mutuo"

Mujer que ejerce la prostitución en Gipuzkoa