solo pasan unos minutos de las once de la mañana pero las temperaturas superan ya los 40 grados en Tyro, una pequeña población al sur del Líbano. La humedad se mezcla con el polvo que reina en el ambiente y la atmósfera es prácticamente irrespirable. En la pequeña escuela de preescolar de Tyro los cortes eléctricos son constantes y los generadores no dan abasto para que los ventiladores estén en marcha. Pero el calor no acalla la música. Las canciones se han convertido en una de las herramientas más efectivas para el aprendizaje de los 92 niños refugiados que se reparten en las cinco aulas que, por el momento, tiene habilitadas el centro. En ellas, los alumnos, de origen mayoritariamente sirio aunque también palestino, se reparten por edades. Desde los tres hasta los seis años reciben enseñanza básica en áreas como inglés, árabe, aritmética o matemática, con el objetivo de poder superar el examen de acceso al que el Gobierno libanés les obliga a someterse para poder entrar en el sistema público de enseñanza del país. Y en las últimas semanas también han aprendido algo de euskera. Al menos lo justo para poder decir: “Eskerrik asko”. Gracias a la Diputación de Gipuzkoa, pero también a los Ayuntamientos de Donostia, Irun y Zumarraga, que han financiado con 70.000 euros este proyecto. De hecho, cada una de las clases ha preparado una manualidad con la frase Eskerrik Asko Gipuzkoa para agasajar a los representantes institucionales guipuzcoanos que, encabezados por el diputado de Cultura y Cooperación, Denis Itxaso, han visitado esta semana el país de Oriente Medio.

Además de la educación, en este kinder garden los alumnos trabajan la adquisición de hábitos de vida más saludables en áreas como la nutrición o la higiene personal y también se les ofrece terapia para superar todo aquello que con tan corta edad les ha tocado vivir. “Algunos han visto asesinar a gente en sus propias casas y, después de eso, se tiran meses sin hablar”, señala Sordus, una de las profesoras del centro. De hecho, apuntan que la problemática más repetida entre los alumnos es el aislamiento, que cada docente ayuda a atajar con los alumnos que están bajo su responsabilidad y que rondan la veintena.

Pero si hay una peculiaridad que rodea a este centro de preescolar es su estratégica ubicación: a unos 300 metros del punto de acceso al campo de refugiados de Burj Ash Shamali. Esto permite que tanto las personas que viven en el campo como las que lo hacen en asentamientos informales fuera de él puedan acceder a la escuela en horario de 8.00 a 13.00 horas. Tanto es así que, aunque el centro tiene capacidad para 100 alumnos (en la actualidad estudian 92 porque otros ocho han decidido huir a Europa recientemente), hay otras 200 solicitudes de acceso. Y es que para los refugiados de Líbano la educación no es un capricho, ni una forma de emplear las horas, sino la única posibilidad que tienen de salir de las pésimas condiciones en las que viven. Sin educación, los desplazados sirios y palestinos se ven cada día explotados en un mercado laboral que no reconoce sus derechos y que les obliga a trabajar durante jornadas maratonianas que llegan hasta las catorce horas por unos míseros dólares.

Asmaa Al Ali es una de las profesoras del centro y tiene 24 alumnos a su cargo. Pese a su avanzado estado de gestación, no pierde la sonrisa ni la energía para motivar a sus alumnos. “Queremos que aprendan a pensar por ellos mismos. Para eso tienen que probar, tocar, experimentar. No queremos que nadie les diga cómo tienen que pensar”, explica. Ella es refugiada palestina y, aunque nació en Líbano, vive en el campo de Burj Ash Shamali, ya que el país libanés no otorga la nacionalidad a los refugiados nacidos allí. En el campo se reúne con sus alumnos a las 7.30 horas, los lleva al centro en autobús y se encarga de ellos hasta que las familias de los menores vienen a buscarlos.

Una de ellas es Fátima Alabdullh, una joven de Alepo (Siria) a quien la guerra no ha quitado la voz. Ella encabeza un grupo de nueve refugiadas sirias llegadas a Líbano entre 2011 y 2016 y habla sin tapujos de la guerra, pero también de la hostilidad que se han encontrado en Líbano. No tiene miedo. Ya lo ha perdido todo. Por ello no le tiembla la voz a la hora de pedir justicia para el pueblo sirio. “Tuvimos que salir de la situación que estábamos viviendo. Huimos porque no queríamos morir y hemos conseguido que nuestros hijos sigan vivos, pero aquí no tenemos vida”, afirma mirando a los ojos a sus interlocutores. No le tiembla la voz al hablar de los horrores de la guerra. “Días antes de salir de Alepo cayó una bomba en nuestra calle. Mi marido perdió un brazo, pero mi cuñado murió. No pudimos enterrar su cadáver porque no quedaba cuerpo que enterrar”, describe de forma sobrecogedora.

“Ni siquiera ACNUR nos escucha”

Su situación en Tyro es “lamentable”, pero agradece la escucha. “Para nosotras es muy importante que nos escuchéis, porque ni siquiera ACNUR lo ha hecho”, denuncia. Dice que existe un acuerdo entre el Gobierno libanés y la organización mediante el cual no se permite el registro de nuevos refugiados desde 2015. Ello ha llevado a que cerca de un millón de desplazados no estén censados y no reciban ningún tipo de ayuda humanitaria.

Evidentemente, sobreviven día a día en una situación más que precaria. “Mi marido era profesor en Siria; aquí encuentra trabajo uno de cada diez días”, afirma al tiempo que sus compañeras asienten. Tampoco su situación es mejor. El marido de Lina Nabhan tiene un shock traumático tan fuerte que está mentalmente incapacitado para trabajar y el de Amani ha dejado el tratamiento hospitalario que seguía para superar sus problemas de asma porque no puede pagarlo.

A todas sus penurias se suma el rechazo de los vecinos. “No dejan que nuestros hijos jueguen con los suyos. Quieren echar a los sirios fuera del país”, lamenta Fátima.

Como no están censados como refugiados, no reciben ningún tipo de apoyo humanitario. “No nos dan nada. Cuando llegamos en octubre de 2016 tratamos de registrarnos, pero para el segundo día ya habían cancelado todas las ayudas. Ha pasado el invierno y no hemos recibido ni una manta”, explica.

Esa es la diferencia entre vivir dentro y fuera del campo. Aunque tampoco Burj Ash Shamali es la panacea. Sus calles están rústicamente pavimentadas, el cableado eléctrico se enmaraña en las fachadas y las casas de hormigón y uralita se multiplican, dando cobijo ya a casi 23.000 refugiados, de los cuales 18.000 son palestinos y 5.000 son sirios. Los puestos de frutas y verduras se exhiben por las distintas calles y los niños vagan por el campo sin demasiado que hacer. La OLP (Organización para la Liberación de Palestina) patrulla las calles con sus kalashnikov en la mano, símbolo claro de quién manda allí. De hecho, entrar en el campo no es sencillo y se requiere de un permiso especial. Los controles de pasaportes son exhaustivos y las fotos a los militares están prohibidas.

Tratamos de conocer la realidad del campo, pero también esta está dirigida por los militares. Nos dicen a qué casas podemos entrar y con qué personas podemos hablar. La censura no se disimula y a los refugiados se les corrige constantemente lo que tienen que decir. Aún así, la realidad supera el control de las autoridades.

“Todos nos recuerdan que somos extranjeros”

Bisan Abo Taha nos recibe en el salón de su casa, una humilde estancia en un segundo piso sin decoración pero provista de colchones para que los visitantes podamos tomar asiento. Su historia es el reflejo del drama de los refugiados palestinos. A sus 29 años nunca ha vivido en un lugar que no sea en un campo de refugiados, primero en Siria y, tras estallar la guerra, en Líbano. “Allí al menos nos sentíamos como uno más, pero aquí todo el mundo nos recuerda que somos extranjeros”, cuenta. Nos agasaja con café y té y también botellas de agua para aliviar el calor. Relata que tiene cuatro hijos, el mayor de ellos, de 13 años, en Alemania, con unos tíos. “El objetivo era que desde allí, él pudiera conseguir los documentos para toda la familia. Pero no ha sido posible. Lleva dos años allí y no hemos podido reagrupar a la familia”, afirma con tristeza. Ha tenido mejor suerte con los hijos que se quedaron con ella: el de diez años está escolarizado, la de tres acude al kinder garden financiado por las instituciones guipuzcoanas y el pequeño es apenas un bebé de año y medio. “Mi hija se puso muy contenta cuando le dijeron que podía ir a clase. Ve a su hermano en el colegio y sabe lo importante que es aprender inglés. Va feliz cada mañana”, afirma, agradecida por la ayuda.

Su relato es atentamente escuchado por los comisarios de la OLP, que matizan muchas de las cuestiones a cerca del día a día en el campo. Pero Bisan no se arruga ante la presión y denuncia que el hecho de que su marido sea de nacionalidad siria y no palestina les ha impedido acceder a un gran número de ayudas.

“No puedo ayudar

a toda mi familia”

Los representantes de la OLP comienzan a ponerse nerviosos y dejamos de hacer preguntas para no poner en un aprieto mayor a Bisan. Tras agradecerle su hospitalidad nos trasladan a casa de Dunia Moussa, un piso bajo que cuenta con una modesta cocina y un amplio salón con televisión y aire acondicionado. Un pequeño lujo para esta mujer de 76 años que lleva toda su vida huyendo. Salió de Palestina en 1948, con tan solo seis años. Desde entonces, su vida apenas ha cambiado. No tiene un país al que volver, y tampoco le reconocen la nacionalidad libanesa. Está cansada de luchar por sacar adelante a su familia. Y es que convive con tres hijas solteras. Además, uno de sus hijos le ha dado once nietos que no puede alimentar. “Yo no puedo ayudar económicamente a todo el mundo”, lamenta.

Su situación en Burj Ash Shamali empeora día a día, según ella, por la enorme presión que está ejerciendo la oleada de refugiados sirios que llega a Líbano. “Tengo diabetes, hipertensión, colesterol y problemas en los huesos, y no tengo dinero para pagar todos los medicamentos que necesito”, se queja, aunque reconoce que si ellos están “mal, los sirios están mucho peor”. Y es que el acceso a la sanidad es muy limitado para estos desplazados. De hecho, Dunia reconoce que hay más de 175 familias con problemas de anemia que no reciben ningún tipo de tratamiento.

Pese a todo, ella se siente una afortunada. El pasado año la Media Luna Roja rehabilitó su casa, lo que le permite gozar de algunas comodidades, como el aire acondicionado que ayuda a sobrellevar el pesado calor libanés. Además, estas obras han permitido que la familia de Dunia habilite un espacio en el tejado de la casa en el que ahora conviven nueve familias sirias, a las que, según la anciana, no se les cobra ningún tipo de alquiler.

Dunia se siente ya demasiado cansada para pelear por lograr un pasaje a Europa, un sueño que sí anhela para su familia y que también comparten Bisan, Fátima y el resto de refugiados. Tienen el convencimiento, por lo que les han contado amigos y familiares afortunados que ahora residen en el viejo continente, de que aquí “apenas hay racismo y sí mucho respeto. Tienen algunos problemas con el idioma, pero disfrutan de una buena vida en paz”, asevera Fátima.

Este deseo se hace realidad en el aeropuerto de Beirut, donde los escasos turistas que visitan Líbano viven de primera mano la separación de las familias. Las lágrimas brotan de los ojos tanto de quienes se van como de quien se queda. Han puesto en el viaje a Europa todas sus esperanzas y ahorros, pero son conscientes de que no volverán a verse en meses, probablemente en años. En el acceso al control de pasaportes tienen lugar los últimos abrazos. Aquí comienza un viaje incierto no exento de dificultades. Las primeras en el propio aeropuerto, con un exhaustivo registro de todas las maletas que transportan, con muy poco respeto por parte de las autoridades policiales. La segunda, en el aeropuerto de destino, con unos controles de documentos que rozan la falta de humanidad. Es el precio que deben pagar por huir de la muerte.