El exparlamentario Dani Maeztu ironizaba anteayer en las redes sociales con una foto de la presentación del alcaldable del PP de Durango: “Un tipo de Valladolid, una de Bilbao y otro de Santurtzi, diciéndole a la ciudadanía de Durango que tienen que votar a un tipo de Bilbao”, escribió refiriéndose, respectivamente, a Miguel Ángel Rodríguez, Raquel González, Carlos Iturgaiz y al candidato Carlos García. Alguien le espetó a Maeztu su presencia en la lista de Ermua, a lo que contestó que reside desde hace 16 años en esa localidad, con lo cual dedujimos que cuando encabezó la candidatura de EH Bildu de Durango en 2015, llevaba desde 8 antes viviendo en el otro extremo de la comarca. La verdad es que difícilmente se pueden equiparar ambas circunstancias, pero por lo menos el puyazo sirvió para que algunos esbozaran una sonrisa.

Son habituales las críticas a los llamados paracaidistas en las listas electorales, sobre todo las municipales. Sin embargo, cuando nos topamos con algún caso más o menos cercano, recurrimos con demasiada frecuencia a la brocha gorda, al reproche facilón, a la búsqueda del aplauso amigo. Y es que, para empezar, debemos reconocer que parece injusto meter en el mismo saco toda presencia en una candidatura de personas ajenas a la localidad. Las circunstancias políticas, sociales e históricas, entre otras, resultan tan diversas que ignorarlas nos sitúa en la antesala del cinismo. Lo que es peor: nos impide avanzar en la solución de un problema que nos debería preocupar -y ocupar- bastante más. Nos deberíamos preguntar con mayor frecuencia por qué en infinidad de municipios con militantes y votantes de sobra para concurrir a unas elecciones, a algunos partidos les resulta imposible que nadie dé el paso; que nadie se atreva, por dejarnos de eufemismos. Por qué a algunos les cuesta Dios y ayuda -perdóneseme la alocución- completar una candidatura, incluso en localidades donde van a ganar, cuando opciones con menos apoyo electoral no tienen problemas en sacarse fotos con el respaldo de centenares de simpatizantes orgullos de mostrarse públicamente. En Durango, que me ha servido de excusa para esta reflexión, el PP tuvo en 2019 casi 700 votos que no le dieron un edil por muy poco. Antes, no lo olvidemos, vio cómo le asesinaron un concejal. Esa es la realidad.

Nos encontramos ante una verdad incómoda que, ciertamente, afecta más a algunos partidos que a otros. Pero, habrá que reconocerlo, también lo hace al partido mayoritario de esta comunidad autónoma. Resulta innegable que la presión social no es la misma para todos. Cuando todas las personas se sientan en absoluta libertad de concurrir con el partido con el que simpaticen sin que los hijos les rueguen que no lo hagan, sin que en la cuadrilla o en el trabajo se lo reprochen, podremos hablar de los verdaderos paracaidistas, de esos que aterrizan a los pueblos quitando el sitio a los locales que desean concurrir. Lo que ahora sucede es otra cosa. A mí no me sale criticarlo.