sta semana hemos conocido un documento interno de la Comisión Europea que daba orientaciones a sus trabajadores para usar adecuadamente un lenguaje inclusivo en su día a día. Como la cosa ha provocado cierto revuelo, se ha retirado.

Este documento recomendaba no felicitar las navidades durante las próximas semanas, dado que no podemos asumir que el receptor de la felicitación sea cristiano. La palabra Navidad debe ser evitada y sustituida por otra más neutra como, por ejemplo, fiestas. ¡Felices fiestas! puede ser una fórmula preferible. Menos conflictiva. Sepa usted que con Urte berri on! tampoco falla.

Es llamativo que algo tan importante como el lenguaje inclusivo o tan necesario como la corrección comunicativa haya terminado siendo sinónimo, las más de las veces, de la banalidad más vacía y, seguramente, contraproducente. ¡La Navidad convertida en un problema de convivencia! Orwell no habría dado con una paradoja más redonda. Ni más tonta.

No me pilla de sorpresa. Coincide con una anécdota que me ha sucedido esta misma semana en Ginebra. Todos los años, cuando se acercan estas fechas, me gusta llevar a casa un calendario de Adviento. Desde el primero de diciembre abríamos cada mañana la ventanita con el número que coincide con el día y en la cajetilla aparecía un dulce o una chocolatina que compartíamos en el desayuno. Se trata de un ritual menor pero efectivo: crea una sensación de camino, de ir acercándonos a algo, construye una expectación creciente, una preparación para que la noche del 24 no llegue de improviso, como sin darnos cuenta, sin haber disfrutado el camino, sin percibir conscientemente que cada mañana estamos un poco más cerca del momento en que celebraremos ese nacimiento al que la palabra Navidad refiere.

Este año me he acercado a dos de los centros comerciales más importantes de la ciudad. Se ofrecían a mi vista muy diversos calendarios. Podía llevarme uno con motivos de Kung Fu Panda, uno de Hello Kitty o uno de unicornios y arco iris. También tenía calendarios basados en los productos de M&M’s, de Smarties y de Snickers. Por toda la tienda había ositos y caballitos... y también versiones de Santa Claus e incluso de los Reyes Magos. Resulta curioso que los motivos navideños que mejor resisten sean los asociados a los regalos. Me corrijo: más que curioso resulta significativo.

Había dos calendarios un poco más elegantes, de dos marcas suizas de chocolate, pero de nuevo entre renos, trineos, casitas nevadas y niños cantores, ningún motivo que nos recuerde qué es lo que se supone que se espera. Y es que la palabra adviento, del participio de advenire, se refiere a algo que va a llegar. Pero somos capaces de montar un mercado de calendarios de Adviento que nos prepara para la llegada de algo que se puede decir, que no se puede ilustrar, que no se puede referir. El Adviento como una carrera sin destino, sin buena nueva al final del recorrido. La Navidad como ese periodo de ruido, colores y calorías, pero sin significado. El año que viene me llevo en octubre un calendario que me prepare para la llegada del Black Friday. Ese evento sí tiene un nombre justo y verdadero.

Según cuenta la tradición fue un hombre tan universalista como San Francisco de Asís el que creó la tradición de los belenes al otro lado de esas montañas que veo al salir del comercio con las manos vacías. Quizá era muy ingenuo pretender encontrar algo relativo a un nacimiento que explicara por qué la Navidad lleva ese ya misterioso nombre. Un Adviento sin buena nueva y unas navidades sin nadie que vuelva a nacer en Belén, sin natividad, sin nada que pueda nacer dentro de nosotros, sin renacimiento, sin espiritualidad, sin identidad cultural, sin memoria, no son nada memorable. Hace bien la Comisión Europea en no felicitarlo. Y, bien pensado, hace bien en negarse a llamarlo Navidad. Esa cosa tampoco la querría yo felicitar.