l Estado está intentando juzgar a los responsables políticos de octubre de 2017 y escarmentar a la siguiente generación. El Estado va a ser duro, y una vez que lo haya sido habrá elementos dentro del propio Estado que se plantearán una cierta clemencia, en nombre de una cierta real politik, porque Catalunya no deja de ser el 20% del Producto Interior Bruto de España, el 25% de las exportaciones, el 25% de las aportaciones fiscales... Es posible que tengamos una combinación de palo y zanahoria después de la sentencia. El palo será duro, porque además es posible que se reactiven peticiones de extradición... pero evidentemente se compensará de alguna manera con alguna zanahoria. Y eso puede dividir más o menos a la gente”. Quien hablaba así era el periodista Antoni Bassas, del diario Ara, en una entrevista inédita de finales de julio de 2019. A la vista de los acontecimientos acaecidos, no iba precisamente desencaminado. Año y medio después de esta conversación, Catalunya acudirá a las urnas después de una legislatura que no ha llegado ni a los tres años, pero de una intensidad política y social extraordinaria.

La ciudadanía catalana votará el próximo domingo o se quedará en casa bajo el impacto de la tercera oleada de la covid. La propia celebración de las elecciones ya está siendo un debate en sí mismo, que no puede desligarse de la efectividad y duración del bautizado efecto Illa, a la sazón, ministro de Sanidad hasta hace unos días. Si tras las Generales de abril de 2019 no hubo acuerdo entre el PSOE y Unidas Podemos en parte por la cuestión catalana, y ahora se ha apostado por cambiar al ministro de Sanidad también por la cuestión catalana, se constata que el PSOE fuerza su intereses casi al límite, como neumáticos en un circuito de carreras, y de momento le sale bastante a cuenta. También cabe preguntarse en qué estaba pensando el Govern cuando fijó unos comicios para un domingo en pleno invierno con una pandemia y unas Navidades de por medio.

El 14-F se medirá hasta qué punto la mudanza de Illa obtiene premio, o si la táctica cosecha una cierta censura en esta situación, con la cuarta parte del personal llamado a configurar las mesas electorales alegando por que se les excluya. Pero habrá mucho más. Se votará al Parlament tras el juicio y las sentencias al Procés, ahora con los presos de nuevo en tercer grado, y con amplia cuota de protagonismo en la campaña. Se medirá la gestión estatal y autonómica tras casi un año de pandemia, y tras el paso e inhabilitación de Quim Torra como president de la Generalitat. Serán además los primeros comicios en Catalunya tras la constitución del gobierno PSOE Unidas Podemos en el Estado, y tras el nuevo capítulo de la crisis de la monarquía española.

En conjunto, el test de estrés de los últimos años no lo ha aprobado ni el soberanismo ni el Estado. Ambos necesitados de revisión oftalmológica, con la vista cansada desde 2017, tras la potencia del fogonazo del 1 de octubre, que ha generado miopía en unos y otros.

Porque el 1-O deslumbró pero con sus destellos cegó. Deslumbró a la sociedad más soberanista por la capacidad de movilización, autoorganización y resistencia pacífica mostradas. Pero las ráfagas fueron tan potentes, que mermaron la visión en uno y otro lado. La primera ceguera, instantánea, fue la del Estado con sus porrazos a pie de calle, y su porrazo monárquico a pie de Palacio. El teórico reseteo que comportaban las elecciones de diciembre del 2007 nunca fue tal. Por la inercia del 155 y de los aparatos del Estado, y por la inercia también de una parte del independentismo, que no entendió que una vez activada la moción de censura de 2018 y con los triunfos socialistas en las Generales de abril y noviembre de 2019, la partida cambiaba, aunque el tablero siguiese siendo más bien el mismo.

Fue tan impactante el giro de una parte de la sociedad catalana que mutó del autonomismo al independentismo, que desde el Estado siempre se ha soñado con el efecto suflé. La ruptura del mundo postconvergente en tres piezas alimenta ese marco, a la espera de su verdadero alcance. Visto en pretérito perfecto compuesto, el soberanismo, con Quim Torra en la Generalitat, ha pasado tres años en un triste limbo, con un suplente al frente sin la talla política para un momento tan crudo. Un govern debilitado por las cuitas internas de sus partidos y por las características de su mandamás, donde las grandes proclamas no casaron con los hechos. De ahí que sea difícil pensar en una reedición de un ejecutivo de coalición Junts ERC. Desde el otro lado, el posible hundimiento de Ciutadans en beneficio del PSC, amplía algo la cristalera de la ventana de oportunidades, aún muy entornada.

“La vía multilateral es difícil, la vía del acuerdo bilateral es difícil y la vía unilateral no ha prosperado. Las tres vías hoy son de recorrido incierto, y todo eso primero creo que tendrá que estar más unido de lo que está y después se tendrá que intentar ser más de los que son, pero sobre todo lo primero”. Así se expresaba en ese mes de julio de 2019 otro periodista referente en Catalunya, José Antich, director de ElNacional.cat. Esta triple dificultad sintetiza el laberinto en el que está sumido la política catalana y la española, por mucho que la pandemia haya mudado las urgencias. Los riesgos están repartidos. El independentismo que no modula puede resbalar sobre el principio de realidad. El otro puede tropezar ahora o patinar más tarde si la Moncloa continúa sin moverse. Tampoco desde el lado estatal se percibe un derroche de audacia, sino la ya conocida estrategia de dilación. El novedoso giro de Ciutadans en pro de una futura “reconciliación” va muy justo de credibilidad, en un partido que se encomienda a Arrimadas para evitar una caída de la que será corresponsable, porque su tándem con Rivera fue eso, un vehículo con dos ruedas. Pinchó la primera, y parece que pinchará la segunda.

Del manejo de los tiempos derivan múltiples emociones contrapuestas que van a confrontarse el 14-F, de cara a elegir el sentido y el ancho de la salida al impás territorial en el que se encuentra la política española y catalana. Tras la sentencia del Procés, el cambio de gobierno español, y la sacudida de la pandemia, está por ver si en el electorado hay necesidad de novedades o la sociología política aqueja el efecto depresor de la covid. Si contra el PSOE y Unidas Podemos el independentismo confronta peor, o si los socialistas, por más que se puedan beneficiar de una caída de Ciudadanos, no suben como quisieran. El coronavirus pondrá a prueba las fidelidades de unos y otros. En una lectura secuencial, tras el trienio de escalada del independentismo (de 2014 a 2017), y el de represalias del Estado (de 2017 a 2020), es posible que ahora empiece una etapa algo diferente. Si se reduce al tacticismo, no se evitará el riesgo de fracaso democrático.