mpieza el partido de verdad. Las emociones encontradas ya han aflorado en la previa. El campo se queda malévolamente embarrado. Los medios y las redes calientan sin desmayo un ambiente de por sí enrarecido. Los movimientos tácticos se polarizan entre Ciudadanos y ERC. Los equipos, sobre todo a la izquierda, tratan de reforzarse. Hay más expectación que nunca por el desenlace. El ganador se llevará el premio de la estabilidad. El derrotado, en cambio, rumiará su desconsuelo durante otros tres años como mínimo. Está en juego mucho más que la aprobación estrictamente económica de los presupuestos de la pandemia y de los fondos europeos. Nunca se había escuchado con tanta nitidez -y desasosiego para muchos- que empieza a germinar una generosa voluntad decidida a voltear sin prisa pero sin pausa el actual tablero del orden político español. Convendría no mirar hacia otro lado para darse cuenta de que más allá de las apelaciones rimbombantes del portazo a la España del pasado y del combate para acabar con el régimen, algo empieza a moverse. En los debates políticos de las enmiendas a la totalidad de las cuentas, resueltos con la goleada a favor del espíritu de la investidura y C's en la cola del autobús, empezó la auténtica cuenta atrás de una batalla de calado y largo recorrido.

Se inician las auténticas negociaciones presupuestarias. Pero no todos los grupos se sienten igual de concernidos en el envite. En una mesa se irán sentando con el Gobierno quienes se pelean por las inversiones productivas, el alcance de los impuestos o la recuperación económica. En la otra, mucho más dispersa y envolvente, tomará cuerpo el discurso librepensante sobre el cambio de régimen, la revolución social, el castigo a la derecha y la aspiración republicana. Semejante dicotomía ya ha asomado por el Congreso durante los dos plenos de esta semana. Los intereses son bien diferentes, incluso dentro de la propia coalición gobernante.

Pedro Sánchez busca sin remordimientos de conciencia ideológica la mayoría de votos exclusivamente porque así satisface su ansia insaciable de poder. A su vez, Pablo Iglesias también quiere inflar su inagotable vanidad, pero en su caso marcando la impronta como azote implacable de esas retrógradas estructuras del Estado gestadas en la intocable Constitución del 78, sometiendo por supuesto a la derecha y abanderando la justicia social. Uno y otro dirigente, desde posiciones y responsabilidades bien diferentes, se han propuesto ahormar sin escrúpulos una alternativa esencialmente ganadora y duradera. Es ahí donde debe enmarcarse la aviesa intención del líder de Podemos de incorporar a EH Bildu a la dirección del Estado. Una estridente decisión que solivianta sobremanera a la familia socialista, donde resurgen las pesadillas y contradicciones, mientras Arnaldo Otegi sonríe, contemplando henchido la furibunda reacción contra su blanqueo político. Eso sí, solo a un provocador impenitente o quizá embriagado de ineptitud se le ocurre hacer coincidir esta entrega incondicional del independentismo vasco a los intereses de un Gobierno español con el acercamiento de cinco presos de ETA.

Iglesias sabe perfectamente que los votos de la izquierda abertzale son inanes para sacar adelante estos Presupuestos de 2021. No le importa. Mueve otra baraja. Lo suyo es comprometer definitivamente a Sánchez con una mayoría que excluya la toxicidad derechista que atribuye a Ciudadanos a pesar del volantazo centrista de su acorralada presidenta. El vicepresidente segundo ha prendido intencionadamente esta mecha porque él no juega a mejorar infraestructuras o programas empresariales. Se entretiene divagando sobre el cambio de régimen y el estallido social mientras en el día a día de la calle el virus asfixia la economía, la recuperación es todo un desiderátum y el escudo de los ERTE agota existencias ante una creciente desesperación que nadie se atreve a pronosticar cómo evolucionará. Para entonces, PSOE y Unidas Podemos seguirán mandando ante la exasperación de un PP impotente en su sólida denuncia de unos presupuestos fiados absolutamente a la suerte de la manguera europea, temerarios en sus ingresos, sometidos a los embates de una crisis sin fecha de caducidad y alertados de su ilusoria configuración por demasiados organismos, dentro y fuera. Pero Casado es prisionero de su soledad, incapaz de abrirse paso con pie creíble frente a un bloque que ha venido para quedarse a cualquier precio.