l miércoles se anunció que el Premio Nobel de Química se otorga este año a la francesa Emmanuelle Charpentier y a la estadounidense Jennifer A. Doudna “por el desarrollo de un método para la edición del genoma”. Como no tengo conocimientos de genética o de bioquímica, no hablaré sobre los aspectos científicos del premio.

En estas mismas páginas he señalado otros años la desgana del Comité Nobel para reconocer, entre todas las aportaciones con comparables méritos, aquellas que, consideradas en conjunto con el resto de premiados, mostraran la diversidad de la excelencia científica en el mundo: que no tiene, como el Comité insistía en aparentar, un solo género y un solo perfil y una sola lengua. Pero tampoco quiero extenderme esta vez sobre la cuestión de la ciencia, la igualdad y la diversidad.

Lo que sí comentaré es que ese mismo día del anuncio del premio, el destino a veces juega con estas cosas, moría quien lo había ganado 25 años antes: el mexicano Mario Molina. Quiero hablar de él porque la experiencia de Molina nos ilumina para entender mejor nuestro momento.

Molina fue premiado con el Nobel de Química en 1995 por sus trabajos en el descubrimiento del agujero de la capa de ozono y el papel de los compuestos de cloro en ello. Molina -y otros, claro está, que la ciencia es una empresa colectiva- demostraba así el carácter antropogénico del enorme desastre que afrontábamos en aquellos años.

Gracias a su trabajo -y al de sus colegas- la comunidad internacional pudo conocer el problema, ser consciente de su gravedad y de la necesidad de combatirlo con medidas concretas y ambiciosas. A raíz de ello la comunidad internacional aprobó el Protocolo de Montreal, que prohibió la producción y emisión de los CFC causantes de ese deterioro, y puso fechas concretas y medios. Como resultado la emisión de esos productos se eliminó permitiendo que su concentración se vaya poco a poco reduciendo, lo que ha llevado a que la situación empezara a revertir y la capa de ozono se vaya poco a poco regenerando. Se espera que en 35 años se haya recuperado.

Estamos ante un problema que alarmó y que la comunidad internacional fue capaz de revertir reaccionando con conocimiento científico, implicación social y voluntad política. Este es un buen ejemplo para otros problemas, especialmente para el cambio climático y para la pandemia del

Mario Molina lo dijo recientemente en una de sus últimas entrevistas: “La capa de ozono es un ejemplo importantísimo de un problema global que se pudo resolver con éxito”. Y lo dijo mucho antes, con enorme visión, en su discurso de recepción del Nobel: “este problema global nos ha mostrado que diferentes sectores de la sociedad pueden trabajar juntos -la comunidad científica, la industria, las organizaciones medioambientales, los representantes gubernamentales y los gestores públicos- para llegar a acuerdos internacionales: el protocolo de Montreal ha establecido un importante precedente para la solución de problemas medioambientales globales”.

Hemos tenido estas últimas semanas polémicas, no siempre constructivas, sobre la relación entre la ciencia y la política. Molina también habló en su momento de estas cosas: “los científicos pueden plantear los problemas con base en la evidencia disponible, pero su solución no es responsabilidad de los científicos, es de toda la sociedad”.

¿Puede usted imaginar mensajes más actuales, más ambiciosos, más inspiradores? Mis respetos a un gran científico que con su trabajo y su visión nos ha legado un mundo mejor. La buena noticia es que en nuestra sociedad hay no pocos molinas trabajando en diferentes problemas: ¡cuidémoslos si queremos un mundo mejor!