l amor es eterno mientras dura o mientras no se pierde la esperanza de reencontrar a la persona que se añora. Es el caso de Teresa, donostiarra de 95 años afincada en Barcelona con una terrible biografía de superación diaria. Es casi increíble que aún se pueda hablar con ella tras haber padecido dos guerras. Días en los que sufrió intentos de violaciones, en los que le explotó un obús cuando era un esqueleto humano de 37 kilos, resistió temperaturas de 40 grados bajo cero, o comió sopa de suela de zapato o serrín con harina.

Su pasión por Ignacio, un niño de Eibar que conoció en el barco Habana según partían de Santurtzi al exilio en la URSS fue lo que le dio fuerzas para sobrevivir. Hasta que... supo que había muerto. En ese momento, se topó con la locura. “No quería vivir. Me tuvieron un mes con una camisa de fuerza”, evoca esta miembro de la asociación Archivo Guerra y Exilio (AGE).

El amor de la pareja fue un flechazo adolescente. “En la primera mirada”, subraya quien se casó en dos ocasiones, pero nunca como hubiera querido. “Íbamos en el barco. Él tenía quince años. Yo doce. Nos miramos atontonados”.

Eran infantes, pero soñaron con un futuro juntos cuando fueron acogidos en Leningrado, hoy San Petersburgo. El día de en el que ella cumplía 18 años le llegó el peor regalo de su vida. “Él era aviador del Ejército rojo y decidió llevarme a su casa, pero su educador no dio el visto bueno. No lo vi nunca más”, relata emocionada.

Aquel piloto era Ignacio Agirregoikoa Benito. “De un pueblito cerca de Eibar, pero él se sentía eibarrés”, enfatiza Teresa. Durante la Segunda Guerra Mundial, el guipuzcoano volvía de una operación contra los nazis el 9 de marzo de 1944. Su aeroplano fue derribado y según algunas fuentes “prefirió dispararse, suicidarse y morir a que le capturaran”. Por aquel episodio épico, el pueblo de Mustvee, en Estonia, tiene una calle con su nombre. Pero, “la denominaron mal. La llamaron Benito Aguirre. Pensaron que su segundo apellido era su nombre, como el de aquel maldito... (en referencia a Mussolini)”. Teresa movió lo indecible para que no acortaran su apellido y le pusieran el nombre real: Ignacio Agirregoikoa. Ganó aquella batalla por el amor de su vida y aún sueña con ganar una última.

“Ahora estoy luchando por que Eibar ponga una placa de recuerdo a sus aviadores, que fueron muchos, y a los niños de la guerra, a la República. Tengo ahorrado un dinero, 35.000 euros, y quiero que sea mi aportación al Ayuntamiento para poderlo hacer realidad antes de que me muera”, revela quien fue miembro del Konsomol, organización juvenil del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS).

Tras la separación de la pareja, Teresa se volcó en dar con él. Desconocía que había muerto. “Buscarle me mantenía viva”. En ese momento, Hitler quería que Leningrado fuera una ciudad fantasma y la bombardeó. Teresa se ofreció a recuperar cadáveres en días en los que vivió sin luz, sin agua corriente y sin calefacción a 40 grados bajo cero. Se quedó en 37 kilos. Pero su entrega la mantuvo viva. “Cuando sonaba la sirena, en vez de refurgiarnos, salíamos con cajas de arena y guantes a apagar el líquido de las bombas incendiarias nazis. Con un obús volé contra una pared. Me lesioné la espalda de por vida y rompí un hueso de la mano”, rememora.

De allí, le llevaron a Georgia. “¡Maldita!”, exclama. Sufrió dos intentos de violación. “Yo solo me acordaba de Ignacio que se despidió diciéndome que me quería volver a conocer como me dejaba”, se emociona. Una familia de zapateros armenios le acogió en su casa. “Fueron mi salvación”. Aunque momentánea.

Acabó la guerra. “Escuché el discurso de Molotov y volví a Moscú”. Todos sabían que Ignacio había muerto, pero nadie se lo dijo. “Le gusté a un teniente coronel y acabó diciéndomelo. Enloquecí y me pusieron la camisa de fuerza. Durante la recuperación tuve al ruso a mi lado y le cogí cariño”. Se casó con él pero, no resultó y volvió a España con su hija de 6 años. En Donostia su madre no se podía hacer cargo de ella y partió descorazonada a Barcelona. “Nací en San Sebastián, pero me siento rusa”, lamenta quien recuerda palabras como “neska polita”, “etorri hona” o “agur”. “Me despedí de mi madre pensando en volver en unos meses y fueron 20 años”, recuerda.

En Barcelona trabajó en el Hotel Arycasa. Dormía bajo una escalera en un inmueble casi abandonado. Su hija iba de casa en casa de amigas. “Al venir de la URSS me seguía la policía y compañeros de trabajo fachas me denunciaban, pero yo seguía fuerte”.

Amiga del premio Nobel Camilo José Cela, tuvo su apoyo. “Era loquillo, pero siempre se portó muy bien conmigo y consiguió que en el hotel me dieran otro trabajo”. Pero ella estaba coja y de ser telefonista a ponerle a hacer camas, decidió buscar una alternativa y acabó en Pepsi Cola. “He sobrevivido día a día —subraya—, y siempre pensando en mi Ignacio”.

Aviones. Teresa fue testigo del bombardeo contra Gernika. Refugiada en Bilbao, su madre le mandó a comprar carne de caballo en una furgoneta. Cuando llegaban a la villa, “veíamos muchos aviones y el chófer subió a un montículo. Vimos humo y llamas. Gernika ardiendo”. Se escondieron los siete u ocho que iban. “No volvimos para que no atacaran la furgoneta”. Después de mucho tiempo, regresaron. “Mi madre había oído por la radio que habían bombardeado Gernika y pensaba que habría muerto”.