o hay nada nuevo en que las sociedades mediterráneas vean la vida de otra forma que las nórdicas, pero el contraste difícilmente podía ser más visible que ahora: mientras el Banco de España propone una política de subida de impuestos y recorte de gastos para superar la crisis económica en que nos ha sumido el coronavirus, británicos, norteamericanos y alemanes preparan todo lo contrario es decir, recortes de impuestos e incremento de ayudas a empresas y particulares.

Tal vez la diferencia sea de mentalidad, o simplemente del estado de las arcas públicas, pero también hay quienes se preguntan si la abundancia y la estrechez son como el huevo y la gallina: ¿se empobrecen los países a causa de su política económica, o es más bien el nivel de sus arcas el que determina esta política?

Para tomar el caso más conocido, el norteamericano: en cuanto se vió que la crisis sería inevitable por causa del frenazo que el COVID-19 impuso allí como en casi todo el mundo, las autoridades económicas se apresuraron a tomar medidas de emergencia. Algunos impuestos quedarían congelados, los jubilados ricos no se verían obligados a cobrar sus fondos particulares de pensiones en momentos en que las inversiones habían perdido valor, al tiempo que las instituciones gubernamentales abrían la mano generosamente con subvenciones a particulares y empresarios.

Que estas medidas llevarían a un gran endeudamiento no lo dudaba nadie, pero demócratas y republicanos dejaron de lado sus divergencias partidistas y estaban de acuerdo en la necesidad de medidas coyunturales. Se trata de superar esta crisis como sea y preparar el camino para que la normalidad pueda volver cuanto antes.

Quizá, en el caso de Estados Unidos, semejante diferencia de conducta económica podría interpretarse como consecuencia de la ventaja con que ese coloso juega en los mercados internacionales, en buena parte porque el dólar todavía es la moneda de reserva: el Banco Central norteamericano juega con una ventaja que muchos comparan a la de los casinos con respecto a sus clientes: la banca, se dice, siempre gana.

Pero otros países desarrollados, a pesar de diferencias importantes entre ellos, siguen el modelo americano. Podríamos hablar de Alemania o de Gran Bretaña, que también aceptan un endeudamiento temporal para aplicar medidas coyunturales.

Naturalmente, la actitud de los votantes tiene también mucho que ver: en nuestras latitudes es frecuente oír que la tarea más importante del gobierno es la redistribución económica, pues la gente cuestiona con frecuencia el derecho de nadie a ganar más que los demás y, si lo hace, está obligado a “restituir” el exceso que hace a unos más ricos que a otros.

Que unos creen riqueza y otros no, es cuestión secundaria.

La otra filosofía es la contraria: en muchos países nórdicos creen que para repartir la riqueza hay que crearla y eso requiere capital y espíritu emprendedor. Su “filosofía” es dar un estímulo económico para que la sociedad sea capaz de generar riqueza, algo difícil de hacer sin capital.

Claro que esta labor emprendedora se podría encargar también a los gobiernos, pero es una línea que topa con dificultades prácticas: donde se ha aplicado, los resultados económicos han sido malos y el apoyo de la población ha sido tan escaso, que los gobiernos se encaminaron a la dictadura… o incluso, la desaparición.

Una excepción, que algunos ven como una tercera vía, podría ser el modelo chino, con un capitalismo de estado que permite a los ciudadanos -aunque mucho más pobres que la población occidental-, vivir mejor de lo que nadie recuerda o habría podido imaginar. Esta bonanza desconocida, junto a las tradiciones peculiares de esta sociedad tan distinta de la nuestra, ha llevado a una situación sorprendente para los politólogos occidentales: la bonanza no ha traído democracia.

En el mundo occidental rigen otros parámetros, pero una especulación interesante sería pensar en lo que ocurriría si en nuestra zona del mundo las estrecheces acabasen con las libertades a las que estamos acostumbrados. Si el COVID-19 nos llevara a una penuria económica impensable hoy, tales niveles que destruiría nuestras costumbres democráticas, se convertiría en el primer virus político de la Historia.