- Unos estresados, otros aburridos, apretados o subiéndose por las paredes. Así viven cuatro familias el primer mes de confinamiento decretado para toda la población durante el estado de alarma. Josema, Belén y Ane desde su diminuto piso de Donostia; Txober, Zaina e Irati desde su bajo con jardín; Puri, sola en su casa; y la familia de Juan Carlos, más conocido como Soto, que además del trabajo, luego tiene que jugar al ping-pong con su hijo y poner música a las ocho de la tarde para todo el barrio. Cuatro hogares que nos abren las puertas de su refugio; cuatro formas distintas de vivir este encierro, y un denominador común: el balcón, espacio de terapia y salvación.

Teletrabajar junto al frigo

Josema se ha hecho fuerte en la cocina de su piso, en la calle Eskalantegi de Donostia, en la muga con Pasai Antxo. Allí, en una vivienda de 42 metros cuadrados, vive con su mujer (Belén) e hija (Ane). Desde que se decretó el estado de alarma, teletrabaja desde casa, un ejercicio de disciplina, teniendo en cuenta que su pequeña tiene solo ocho años: dos habitaciones, salón, baño y cocina, que es ahora su oficina. "Es un piso pequeño, con muy poquito espacio y tenemos que recurrir a la inventiva", admite. "En 42 metros cuadrados no me puedo aislar absolutamente, es imposible; mi único espacio para trabajar es la cocina y, como hablo mucho por teléfono, cuando se levantan ellas a desayunar, les digo que estén calladas. Nos arreglamos bien así. Lo malo que tiene es que tengo la nevera a mano", lamenta.

Su mujer está con un ERTE (Expediente de Regulación Temporal de Empleo), pero por lo menos "se puede hacer cargo de la pequeña", mientras él trabaja. "Por suerte, mi horario está limitado; soy informático y doy soporte a usuarios, gente que está teletrabajando. Así que tenemos tiempo para Ane", asegura Josema.

¿Y cómo se lleva todo eso en un espacio tan pequeño? "Hay días que pesa mucho, se hace largo, porque no ves un final. Intentamos llevar una rutina y hacer deporte, que mi hija lea por lo menos un relato al día. Tenemos una suerte, al menos tenemos un pequeño balcón en el que pega el sol de 12.00 a 18.30 horas; está siendo la salvación para nosotros. Por lo menos así nos da el sol, porque tenemos algún vecino sin balcón", dice.

Josema reconoce sentir cierto temor, ya que ayer tuvo que volver al trabajo de forma presencial. "Después de estar un mes en casa, con todo el cuidado del mundo, porque intentamos espaciar los días y hacer compras grandes... y de repente, te dicen que tienes que ir a trabajar... Si yo salgo y me contagio, se lo paso a mi mujer y mi hija; sí o sí", afirma.

Araotz debe esperar

Durante este confinamiento, Roberto Mendoza, Txober, ha sacado provecho a sus habilidades como "soldador, calderero y exprofesor de soldadura" y se ha montado en el jardín de su bajo un rocódromo. Vive en Muskiz, Bizkaia, pero está deseando volver a Araotz, en Oñati, uno de sus lugares favoritos para desempeñar su gran hobby, la escalada. A sus 42 años, reconoce que está que se sube por las paredes encerrado en casa y, en cuanto vio lo que venía, el confinamiento, asegura que fue "rápido a una chatarrería, cogí unos paneles, unas presas, los soldé y construí un rocódromo: es como una tienda canadiense y vas regulando tú la pendiente. Son unos tres metros de panel", explica.

El jardín de su casa está siendo su salvación, "ahí es donde interactúo con la niña (Irati) y la mujer (Zaina), y si no, tenemos una bici estática en casa o vemos la televisión. Nada como escalar al aire libre y respirar aire, en todo caso. "Son como unos 100 metros cuadrados de jardín y ahora mismo he salido un rato", asegura desde el otro lado del teléfono: "Veo montes y paredes por todos lados y estoy como loco por volver. Antes era skater, pero me destrocé los tobillos y ahora mi vida es la escalada".

Haciendo mascarillas

Puri Alonso vive en Beasain y lleva encerrada, casi a cal y canto, desde el 15 de marzo. Cuatro semanas en las que solo ha salido un día a la calle, en una ocasión que aprovechó para ir a la farmacia y hacer una pequeña compra en un local de su barrio. "No necesito mucho; estando sola, gasto poco y, aunque esta vez no tenía tanto como otras veces, acostumbro a tener la despensa llena", asegura.

Con 66 años recién cumplidos y una insuficiencia cardiaca con la que convive desde hace años, asegura que "nunca había pasado tanto miedo" como en esta crisis del coronavirus. Echa de menos a sus dos hijos y sus siete nietos. "Qué ganas tengo de abrazarles, de cuidarles. Son unos campeones", reconoce llorosa. Le duele que tengan que pasar por esto.

Durante el confinamiento, tampoco ha podido celebrar los cumpleaños de su yerno y su hijo, y asume con resignación que tampoco podrá celebrar la comunión de su cuarta nieta el 7 de junio. Las "pocas compras que necesito, me las hacen mi hijo y mi vecina, Ana, y su hija, Amaia, que me suele bajar la basura", asegura.

Pasa el tiempo haciendo mascarillas de tela por si son necesarias para salir en un futuro a la calle, aunque lamenta que justo antes del confinamiento llevó a reparar la máquina y "se ha quedado allí. Ahora, a coser a mano".

Esencial en todas partes

Juan Carlos Díez es conocido en su pueblo como Soto: su segundo apellido y nombre artístico en sus intervenciones televisivas, tanto cocinando como batiendo récord Guiness rompiendo nueces con el trasero. Es encargado de almacén en una envasadora de bebidas y anda "a tope". No solo porque el suministro de bebidas es un servicio esencial, sino porque el compromiso adquirido con su vecindario en el confinamiento le lleva bastante tiempo. Todo comenzó cuando se le ocurrió subir a casa un altavoz que tenía en el garaje. "Lo primero que me dijeron Idoia y los hijos es: ni se te ocurra empezar ahora a poner música. El primer día, al acabar, recuerdo que dije: eta bihar gehiago... Y una vez que coges el compromiso, hasta que dure esto, habrá que aguantar", asume. El festival es todos los días justo tras el aplauso a los sanitarios. La playlist de Soto tiene dos canciones fijas: la Marcha de San Sebastián y Txoria txori, de Mikel Laboa. El resto de temas los va seleccionando cada día, para todos los públicos, lo que lleva "una hora diaria y eso que me ayuda mi mujer, que entiende bastante de euskal kantak", añade.

El esfuerzo merece la pena. "Al menos pasamos media hora entretenidos", reconoce, aunque le provoca cierto "estrés". Sobre todo "los días que hemos tenido cumpleaños de niños, que los hemos celebrado a las cinco y luego estaba la sesión de las ocho. Pero son cosas que hay que hacer", asegura. Trabajo, música y deporte, resumen su confinamiento: "Me voy a trabajar de 7.00 a 15.00 horas y al salir, si hace falta, hago las compras, como y luego juego con el pequeño (Urtzi, de 14 años) a ping-pong. Tenemos una mesa grande de ping pong y la ponemos en el comedor. Cuando salgamos de esta, vamos directos a los Juegos Olímpicos", bromea. Después, la música le absorbe por completo.

Su próximo reto es montar algo este sábado, cuando la Real debía jugar la final de Copa contra el Athletic. "Teníamos cogida una casa entre Sevilla y Córdoba entre cinco parejas, con hijos y todo, justo la semana de Pascua", asegura: "Una pequeña pitada al rey también habrá que hacer, ¿no?".

"Si cojo el coronavirus en el trabajo, en un piso de 42 metros contagio a mi mujer e hija, sí o sí"

Vecino de Donostia

"Una vez que coges el compromiso de poner música, hasta que dure esto, habrá que aguantar"

Vecino de Ormaiztegi