Cuba es un escaparate ideal para cualquier aficionado a los coches antiguos. En La Habana los viejos carros del periodo batistiano siguen tosiendo y traqueteando por las calles de la ciudad, ayudando a conformar un paisaje añejo que confunde al visitante y le transporta a otra época. Son los incansables y ruidosos almendrones, autos de los años cincuenta que resisten el paso del tiempo merced a un cuidado exhaustivo y a la imaginación de sus dueños, que se desviven por buscar repuestos o por fabricar piezas nuevas para sus joyitas. La llegada de la Revolución y el consiguiente bloqueo por parte de los Estados Unidos de América propiciaron un curioso fenómeno: coches que debieran estar ya fosilizados siguen funcionando.
Chacón conoce casi todos los modelos. Lleva quince años trabajando como aparcacoches -Parqueador Estatal, dice su chaquetilla roja- y los ha visto todos. "Estoy jubilado, pero hay que ayudar en casa; en Cuba los salarios no llegan para nada, ya tú sabes. Además, por aquí me tratan bien y estoy cerca de los autos. Esto me gusta y me paso casi todo el día parqueando, aunque cuando hace frío me refugio en las lonjas del mercado". Esconde sus ojos rasgados y su bigote blanco bajo una visera, pero no para de dar órdenes: "Ahí, ahí tienes un hueco"; "¿Vas a dejarlo cuánto? ¿Media hora? Oka, compadre, no hay problema". Vuelve a la acera y se sienta en un pequeño taburete de madera. "Ah, sí, aquí vas a ver carros que no puedes ver en ningún otro sitio del mundo. Esos viejos modelos americanos son duros, tienen buen hierro. La chapa, muchacho, eso es lo mejor que tienen, una chapa fuerte y resistente, también contra el salitre, que los va matando poco a poco. Y el motor es tremendo; casi todos los que ves aquí conservan un setenta por ciento del motor original. Además, como las piezas son de hierro las podemos cambiar por otras que hacemos nosotros mismos. En Cuba se arregla todo, menos la muerte". Se levanta como si le hubieran dado una patada en el trasero y vocifera: "Ahí, ahí tiene sitio, métalo ahí". Vuelve a sentarse y señala a la hilera de coches de colores que abarrota el pequeño estacionamiento. "Los conozco todos. Ése es un Chevrolet del 55, seis cilindros en línea, con columna? Mira, ese otro es un Desoto Diplomat del 56; aquel, un Willy, un capricho; ese otro es un Chevy Fleetline con tapacubos de plástico, tremendo cacharro; aquel de allá es un Couton Royal del 57; y ese que ves ahí es un Chevrolet del 52". Señala un auto negro y afilado que podría pertenecer al mismísimo Batman. "Yo tuve un Dodge hace tiempo, una lata grande y dura. Me ofrecían 12.000 dólares por él pero no lo vendí. Y eso que en Cuba el petróleo cuesta un carajo, al igual que las piezas y el mantenimiento. Pero no lo vendí. Aquí nadie te vende su coche viejo por menos de diez mil dólares. Es más fácil que te ofrezcan su casa o su mujer", comenta jocoso Chacón, mientras muestra su irregular y oscura dentadura. "Y hoy falta por venir el Ford Edsel, eso sí que es una maravilla, chico. Hay que mirarlo con espejuelos, que el hierro ese deslumbra", comenta visiblemente excitado.
Los "tRes patadas"
Aunque contaminan mucho, atropellan poco
La historia de la automoción en Cuba se remonta a la primera década del pasado siglo XX, cuando en 1901 comenzaron a llegar los primeros modelos construidos en Europa (destacaban los de Dion Bouton y Panhard Levassor) y en los Estados Unidos (los afamados Ford T). Este último se vendía por unos 900 dólares y al principio todos los modelos importados eran negros, porque este color tenía un tiempo de secado más corto y así se aseguraba gran eficiencia en la cadena de montaje (el propio Ford llegó a decir que "los clientes pueden tener un coche del color que quieran, siempre que sea negro"). En Cuba le cambiaron el nombre en seguida (se muestran muy rebeldes con la gramática ajena) y lo bautizaron como "tres patadas" porque contaba con freno, embrague y acelerador, aunque también lo llamaban fotingo -foot it and go-.
Entre 1947 y 1957 las calles de las principales ciudades del país se llenaron de coches, y antes de que llegaran los barbudos había cerca de cuatro millones de almendrones circulando a lo largo y ancho de la mayor isla de las Antillas. Teniendo en cuenta que en esa época la población de Cuba rondaba los siete millones de habitantes, tocaba más o menos a un coche por cada dos habitantes. Pocos países cuentan con un logro semejante, pero allí el pasado está más vivo que el presente y medio siglo pesa en la memoria e incide en la realidad del día a día, una realidad que los cubanos mascan resignados: no hay fábricas de automoción, no abundan los garajes, no hay tiendas de repuestos y cada cual se arregla como puede, aplicando a los distintos problemas la ingeniería de la calle. Así, los cubanos han adquirido una dotes extraordinarias para remendar y recomponer cualquier cosa, también los almendrones. Chacón sabe mucho de eso. "Aquí todo cuesta un carajo, compadre. No hay piezas nuevas y si quieres meterle un motor bueno al carro tienes que gastar 700 u 800 CUC -peso convertible cubano-. ¿De dónde saco yo ese dinero? Yo no llego a ganar diez CUC al mes. Por eso nos pasamos la vida inventando, sacando hierritos de otros coches, injertando piezas de moto en los carros o piezas de tractores y guaguas en los camiones. ¡Somos magos, coño!".
Tanta carencia ha supuesto una única ventaja: los antiguos coches americanos contaminan mucho pero atropellan poco. El primer siniestro de este tipo registrado en Cuba data de 1906. Un Ford se llevó por delante a un peatón en la esquina donde confluyen las calles Monte y Ángel, en pleno centro de La Habana. No consta que muriera.
Hasta ahora los atropellos y los accidentes de tráfico nunca habían supuesto un problema en la isla. Hay malas carreteras, la señalización es pésima y los conductores de coches tienen que lidiar con todo tipo de vehículos de tracción animal, además de bicicletas, bici-taxis y otros cachivaches, pero en las grandes ciudades el flujo de automóviles era perfectamente asumible y fuera de las mismas el tráfico se reducía -y se reduce- de forma considerable. El panorama ha cambiado en la última década con la llegada de potentes coches importados de China o de Europa, automóviles que utilizan los funcionarios del Estado o los extranjeros que trabajan en empresas mixtas o en las numerosas embajadas que pueblan el paisaje de los barrios de El Vedado y Miramar. Esta circunstancia, unida a la costumbre histórica del cubano de conducir con cierto relajo y de patear el asfalto a sus anchas, da como resultado un aumento notable de incidentes graves en la carretera. En 2008 se contabilizaron 10.665 accidentes de tráfico en toda Cuba, la cifra más alta de los últimos años, y se registraron 778 víctimas mortales y 7.707 heridos (13,9 muertes por cada 10.000 vehículos). En total hubo 835 accidentes más que en 2007. En el mismo periodo, en el Estado español se registraron 3.082 muertes en accidentes de tráfico (en 2007 fueron 3.823). Si tenemos en cuenta la diferencia poblacional (España: 46 millones; Cuba: 11) y el abismo que separa a los parques móviles de ambos países, las cifras cubanas son, cuando menos, preocupantes.
Chacón no entiende de estadísticas, pero está viviendo este creciente problema a pie de calle. "Los que van como locos son los coches nuevos, los de los funcionarios del Gobierno, que manejan autos estatales. No son de ellos y por eso los tratan tan mal. Todo el mundo quiere pasar primero y así no se puede funcionar. El año pasado leí que los accidentes se habían duplicado y que el lugar más peligroso está aquí, en Miramar. Es la Quinta Avenida", detalla el parqueador. Pasa un coche blanco, una caja de cerillas con puertas. Chacón saluda a su conductora, una señorona que parece que acaba de comerse un limón. Primero se asoma al balcón de su escote, luego la ayuda en el parqueo y finalmente recibe la consabida propina. "Coches rusos", dice mientras apunta hacia el vehículo. "No valen nada. Los que llegaron en los ochenta son bastante duros, pero no como los americanos. Y los pocos que llegaron a partir de los noventa no se pueden arreglar. Ahora todo es de plástico y no hay forma de cambiar las piezas. Es una locura. Yo me quedo con mi viejo hierro, hermano". Su queja queda disecada en el gesto de la cara, que parece achicarse por completo. "A los rusos les pasa lo que a mi vecina: tienen buen motor pero mala carrocería". Chacón se pasa la manga por la cara pero esta vez no se atreve a reír su propia gracia y vuelve al taburete, que descansa a la sombra de una vieja majagua.