Una de las películas más esperadas de la temporada, Frankenstein, de Guillermo del Toro, fue seleccionada por el Zinemaldia como la película sorpresa de la 73ª edición, después de que la crítica la aplaudiese y vitorease en el último Festival de Venecia.

El cineasta mexicano, responsable de cintas como Cronos (1992), El laberinto del fauno (2006) y La forma del agua (2017), despliega en Frankenstein toda su imaginería gótica, enfatizada tanto en el diseño de vestuario como en el uso de grandes angulares que resaltan el barroquismo de la puesta en escena de época. Por otra parte, la casquería hará las delicias de los estómagos más fuertes y aficionados al género, que disfrutarán de la construcción explícita de la criatura: desde el sistema linfático hasta los globos oculares, pasando previamente por el troceado de las piezas a ensamblar. Pura artesanía charcutera.

En la línea de la versión que rodó y protagonizó Kenneth Branagh en 1994, la propuesta del cineasta mexicano es una adaptación notablemente cercana a la novela original de Mary Shelley, incluyendo la fragmentación de las perspectivas literarias. Eso sí, sin la complejidad epistolar y de matrioshka de Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), difícilmente trasladable al audiovisual de forma literal. Aun así, la presentación de las narraciones separadas por los puntos de vista del capitán Anderson (Lars Mikkelsen), Víctor Frankenstein (Oscar Isaac) y la criatura (Jacob Elordi) no puede estar más descompensada: la del malogrado científico resulta la más extensa y la menos interesante, al incluir, entre otras cuestiones, la subtrama relacionada con Harlander (Christoph Waltz), el benefactor enfermo de Frankenstein que desea que sus hallazgos prosperen para prolongar su vida. Esto lastra en minutaje –la película dura hasta dos horas y media– y retrasa la auténtica columna vertebral de la historia, que no es tanto la similitud entre Víctor y la maldición del titán que robó el fuego –el conocimiento– a los dioses, sino lo que significa ser humano y qué responsabilidades tienen los creadores hacia sus creaciones.

En este sentido, la criatura a la que encarna Elordi –de sorprendente similitud con los Ingenieros de la saga Alien de Ridley Scottvive a pocos pasos del Adán de El paraíso perdido (1667) de John Milton: se pregunta qué es ser hombre y demuestra que, como en gran parte de las alegorías de la ciencia ficción, cualquier otro ser puede ser más humano –en el sentido moral– que el homo sapiens. De cualquier modo, este planteamiento dura poco, como poco dura el enamoramiento del monstruo con Elisabeth (Mia Goth), lo que precipita su evolución como personaje y convierte en apresuradas sus motivaciones: el deseo de tener una compañera análoga en su realidad inmortal y su ansia de venganza hacia Víctor, un creador irresponsable que, por egoísmo, insufló tanta vida a algo muerto que ya no puede deshacerse de ello. Ahí, la criatura se convierte en el águila que cada noche devoraba el hígado de Prometeo.

En este sentido, llama la atención que Guillermo del Toro cierre la película con una cita de Lord Byron: “And thus the heart will break, and yet brokenly live on”/“Y así el corazón se romperá y, sin embargo, roto, vivirá”, extraído del poema Fare Thee Well, escrito 1816, el mismo año en el que Lord Byron, Percy Shelley, Mary Shelley, Claire Clairmont y John William Polidori se reunieron en Villa Diodati, cerca de Ginebra, y en torno a la chimenea contaron historias que dieron vida a los monstruos, entre ellos, el de Frankenstein. Decimos que es llamativa su inclusión por su certeza metafórica, claro, pero también porque el director sacrifica la oportunidad de ensalzar la figura de Mary Shelley, invisibilizada ya en la publicación de la novela, en favor de un hombre que lo único que hizo fue invitar a un grupo de amigos a pasar unas vacaciones en Suiza durante el llamado “año sin verano”.