- Sigo conmocionado por el extraordinario reportaje de Mikel Mujika que publicaron el pasado domingo los diarios del Grupo Noticias. Me tengo por bastante bien informado sobre los acontecimientos más turbios y dolorosos de nuestro pasado reciente, pero confieso que del asesinato del taxista Paulo Garaialde hace cuarenta años en Berastegi no tenía apenas constancia. Estoy casi seguro de haber escuchado el nombre de la víctima, pero no recordaba en absoluto las circunstancias del atentado en que le arrebataron la vida de dos disparos de escopeta a quemarropa en la cara. Gracias al trabajo de mi compañero, que cuenta con los testimonios de Iñaki, uno de los siete hijos de la víctima, y de mi admirada colega Elixabete Garmendia, autora de la investigación sobre lo sucedido, me he hecho una idea cabal de lo que ocurrió. Estamos ante otro de tantos hechos que se han pretendido borrar de los relatos oficiales y me atrevo a añadir que también de los oficiosos. Por razones que deberían llenar de vergüenza a muchos, Paulo no era un muerto digno de reivindicación para diferentes familias políticas.

- Como no se cansa de denunciar y lamentar Iñaki, sobre su padre, reconocido y orgulloso jeltzale (en el reportaje lo vemos en un Alderdi Eguna en Itziar), había caído el tremendo baldón de aquellos tiempos oscuros: chivato. Todo venía de nueve años antes de su asesinato, cuando recibió el primer aviso serio. Su coche, su herramienta de trabajo, quedó destrozado por una bomba. El acto se lo atribuyó ETA y lo justificó en la supuesta condición de Garaialde de colaborador de los cuerpos policiales de la dictadura franquista. Mucho tiempo después (a buenas horas mangas verdes), la banda negó la autoría, pero el daño ya estaba hecho y era irreparable. El taxista quedó señalado como enemigo del pueblo para siempre jamás.

- Por eso, cuando como hoy parece estar perfectamente documentado, el grupúsculo terrorista de ultraderecha Triple Alo asesinó el 2 de enero de 1982 (incluso con reivindicación expresa), ni a uno ni al otro lado de la línea imaginaria se movió un dedo. Ni por denunciar lo ocurrido ni por esclarecerlo. La "autoridad competente" echó tierra sobre el asunto en medio de la indiferencia social del entorno más inmediato. El estigma maliciosamente difundido se impuso a la denuncia de la injusticia. A Paulo Garaizabal nadie ha querido considerarlo víctima. Ojalá gracias a la investigación de Elixabete Garmendia y al tesón de sus hijos las cosas cambien.