- Tuve suerte. Por una serie de carambolas, salí indemne del apagón sideral del pasado lunes. Aunque tengo cuenta y he publicado alguna memez, paso un kilo de Instagram. En cuanto a Facebook, que mi hijo dice que es “cosa de ancianos”, lo uso lo justo y necesario, solo para cuestiones profesionales y, en general, a primera hora de la mañana. Me podía haber hecho más pupa WhatsApp, que por inercia y desgana es mi cordón umbilical para ciertas comunicaciones familiares, y por la ley del embudo, también para un puñado de asuntos de curro. Pero justo en las horas críticas tenía mis deberes hechos en uno y otro ámbitos. Ni siquiera eché de menos las notificaciones verdes en mi móvil. Feliciano de mí, únicamente reparé en el cataclismo al entrar por pura rutina en Twitter y ver al personal dividido entre graciosetes espolvoreando memes e hiperventiladores verdaderamente angustiados. De entre estos últimos, los más enternecedores eran los que aseguraban que se habían pasado a Telegram.

- Ahí fue cuando recordé que no es la primera vez que estábamos en una situación idéntica. De tanto en tanto, las tres redes del tío Zuckerberg se van a negro de golpe y sus miles de millones de siervos alrededor del planeta -ya quisiera yo que fuera exageración- tenemos cierta consciencia de nuestra dependencia de los malvados inventos. Sería anécdota si solo usáramos las plataformas para exhibir la ensalada de aguacates de no sé qué local chic, para repostear el enésimo viral cutre o para preguntarle a nuestra pareja si hace falta comprar pan. Muchos pequeños, medianos y grandes negocios, incluido el que me es más cercano, el de la comunicación, tienen sus alubias fiadas, totalmente o en buena parte, a los tres artilugios infernales de los que estamos hablando.

- Así que esa tarde se perdió muchísima pasta. La que palmaron las diferentes empresas o particulares que mencionaba y, por supuesto, los 40.000 millones de euros que, según dicen, se le fundieron a Facebook, la compañía matriz. ¿Nos damos cuenta de la brutalidad del mensaje? Uno de los pilares de la economía planetaria puede quedar fuera de combate durante seis horas sin más explicación que la de un “error técnico”, como si en lugar de un emporio estuviéramos hablando del bloqueo de la balanza digital de un colmado. Lo tremendo es volver a caer en la cuenta de que no parece haber alternativa. O que si la hay -otra compañía más poderosa, imaginemos- puede ser todavía peor.