Como si fuera un ectoplasma de cronología incierta, Paul Thomas Anderson fagocita como le viene en gana la novela Vineland que Thomas Pynchon publicó en 1990. Aquel texto sobre los movimientos radicales de los años sesenta, días de sangre y sueños donde el Vietnam y el racismo suministraban gasolina y razones a lo que con perversa imprecisión se denominó terrorismo, renace aquí envuelto en una niebla de contemporaneidad para mostrar esa guerra que no cesa entre emigrantes e indígenas frente a militares supremacistas y políticos sin escrúpulos.

Con las raíces ancladas en la California setentera, todo en el último filme del autor de Pozos de ambición huele a Trump. En consecuencia, todo se hace soez, grotesco, zafio y violento. Ciertamente ese tono irreverente, perturbador e hiperbólico que corre por las venas de la prosa de Pynchon, un escritor del que apenas tenemos imágenes de su rostro. Un eterno candidato al Premio Nobel que tal vez nunca acabará ganando, impone esa ley corrosiva con la que se conduce Una batalla tras otra.

De ese diálogo entre un cineasta excesivo y un novelista sin límites nace un filme abrumador. Si el espectador sobrevive a los primeros 25 minutos, probablemente acabará atrapado por su humor subterráneo, por la entrega de sus actores y por el despliegue de energía de un ritmo agotador que parece construido para ridiculizar el universo de Quentin Tarantino. En algún modo, el enfrentamiento entre Érase una vez en Hollywood (2019) y Una batalla tras otra (2025) podría verse como las dos caras de la misma moneda. En ellas vibran las dos Américas del delirio que hoy devora al país del dólar. Tarantino ficcionaba la realidad y su discurso de verbos mentirosos se derechizaba sin remedio; Thomas Anderson barniza de realismo su fantasía más disparatada y se le acusa de un comunismo sin Marx y sin manifiesto.

‘Una batalla tras otra’ (One Battle After Another)

Dirección y guion: Paul Thomas Anderson a partir de la novela de Thomas Pynchon.

Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Regina Hall, Sean Penn, Benicio del Toro y Alana Haim.

País: EEUU. 2025.

Duración: 161 minutos.

La prueba y las claves del desmoronamiento que vive la patria de Woody Allen, la certificación de su lamentable crepúsculo, es saber que USA nos propone una sentencia escalofriante: se va a la mierda, pero está decidida a que le hagamos compañía. Bajo esa pena letal se pasea por esta descomunal farsa de erecciones machirulas y reivindicaciones cannábicas, una obra abradacabrante. Su principal protagonista, interpretado con convicción por Leonardo DiCaprio, se ha construido con algunos de los cimientos que forjaron El Nota del Jeff Bridges de El gran Lebowski (1998) y el Nicolas Cage de Adiós a Las Vegas (1995) de Mike Figgis. Pero Leonardo no es el único histrión. Le acompañan un Sean Penn que deja convertir su cara en la cartografía del horror fundamentalista y un Benicio del Toro más relajado y con el que se cierra este triángulo de presencias masculinas de alta toxicidad y dudosa cabeza. Las riendas, es el signo del presente, las llevan ellas, una madre y una hija que apenas se conocieron.

Por otro lado, ese duelo en dos tiempos –dieciséis años separan las dos partes de esta larga película–, no anda demasiado lejos del enfrentamiento viril entre Jean Valjean y el inspector Javert, que mueve el engranaje de Los miserables de Victor Hugo. Aunque no lo parezca, Una batalla tras otra se ve atravesada por el mismo impulso revolucionario que agitaba al romántico Hugo y el cinismo yanqui amasado por los tantos Kissinger que han engendrado. Esa es la carga ideológica que cohesiona este relato construido a dentelladas. La insania conservadora apenas entrevista en la película fundacional del relato fílmico, El nacimiento de una nación (1915) de Griffith, y el humor corrosivo del Terry Gilliam más gamberro y más lisérgico.

Irregular como la arquitectura de Atsushi Kitagawara, chirriante como la música de Nine Inch Nails, Paul Thomas Anderson hace lo que se espera de él. Un filme inencasillable que habla de revolucionarios enloquecidos y de locos que dominan el país, las armas y el dinero. Desolador panorama que en su arranque se atraganta de sexo, el culto al falo de Anderson resulta obsesivo, y que en su desenlace nos obsequia con algunos diálogos chispeantes y una desenfrenada persecución llena de cambios de rasante, metáfora y tobogán escópico de un país que corre a tumba abierta hacia no sabe dónde.