Crítica de 'Nuremberg': “El diablo del futuro no vestirá botas nazis”
La película que protagoniza Russell Crowe se convierte en una interpelación directa ante la degeneración democrática
La película Nuremberg, de James Vanderbilt, honra al adagio que se atribuye a Mark Twain: “La historia no se repite, pero muchas veces rima”. Acaba de terminar la Segunda Guerra Mundial y hay quien decide que los responsables nazis de tanta atrocidad, con Hermann Göring (Russell Crowe) a la cabeza, merecen un juicio escrupuloso. Como si así pudieran tener opción de escapar de su autoliquidación con una soga al cuello.
Nuremberg forma parte de ese género de películas cuyo final se sabe antes de entrar en la sala. No guarda sorpresas con el relato histórico ni con lo que ocurrió con los Juicios de Nuremberg, pero mantiene el interés. Ahí reside el primer gran mérito, apoyado en buenas actuaciones del elenco. El otro mérito es que consigue esquivar esos momentos en los que podía convertirse en una maniquea película yanqui.
Con un soberano Russell Crowe germano-hablante (quién sabe si como Ralph Fiennes en Cónclave, estrenada en Donostia, el Zinemaldia lanza al australiano a la nominación del Oscar), la cinta la lidera el segundo de Adolf Hitler en el III Reich que mató a seis millones de personas fuera del campo de batalla. Al responsable de millones de atrocidades. El que fue presidente del Parlamento alemán entre 1932 y 1945.
Culto, soberbio, narcisista y amante de su mujer y su hija como podríamos ser cualquiera, es capaz de todo. Un personaje siniestro que tiene más grises de los que la rápida caricatura dibujaría. Ahí se esconde el terror: “El diablo del futuro no vestirá botas nazis”.
El guion, obra del propio director James Vanderbilt inspirado en el libro El nazi y el psiquiatra de Jack El-Hai, avanza como quien sube un edificio: al recorrer una planta, reina la quietud, pero en momentos de la trama, esta avanza y gira, en gran medida, gracias a la profundidad que a veces a trompicones obtienen secundarios imprescindibles como el fiscal Robert H. Jackson (interpretado por Michael Shannon) o el sargento Howie Triest (Leo Woodall).
La pugna de fondo
Al fondo de las pequeñas historias que componen el guion —quizá ninguna termine de ser redonda— existe un pulso entre los aliados y la jerarquía nazi. Una pugna que el fiscal Jackson quiere conducir de manera escrupulosa, pese a que el mundo tuviera claro que aquellos nazis debían e iban a ser liquidados. ¿Un juicio a esas alimañas, para qué?, hubo quien se preguntó.
Por eso resultó clave primero organizar unos juicios creíbles y después, en la vista oral, ganar el enfrentamiento dialéctico entre los fiscales y el capo Göring. El bien enjuicia al mal, no tanto por ética, sino por una razón básica: quien gana una guerra gana el derecho a ejercer la acusación.
Göring también pugna con el ego del psiquiatra militar Douglas Kelley, que llega a la cárcel a examinar a los 22 presos. La habilidad del jerarca nazi pone contra las cuerdas al personaje de Rami Malek al tener que dar la cara por la actuación de los EEUU en la Segunda Guerra Mundial. Dos antagonistas que llegan a parecer amigos: ¿se puede ser amigo de un monstruo?
Por eso Nuremberg es una cinta que rima con cada vez más realidades de la geopolítica mundial hasta la reflexión final, un puñetazo en el costado. Para rumiarlo mientras asoman los títulos de crédito que devolverán al espectador a la realidad exterior. Esa que rima con varios versos de la película, como el auge del fascismo. Esa realidad que vivimos empieza a tener una soga al cuello.