Si el acercamiento de la reina Letizia de anoche para interesarse por la cancelación del programa no obra el milagro, como lo obró en su día que el emérito recibiera las gafas, la nueva etapa de Caiga quien caiga llegará a su fin el próximo domingo.
No me gusta hacer de futurólogo con los estrenos, pero tras asistir a la primera entrega titulé aquella columna Negro, como las gafas ante el complicado futuro que les aguardaba. Han sido siete programas y adiós.
Ver a Feijóo bajar de su cochazo cuando se largaba por una puerta de atrás para que le entrevistara una reportera de CQC sentenció el programa, y la pizpireta felicidad de Ayuso del pasado domingo al encontrarse con un micrófono del programa les remató. Demasiado político encantado con el fuego amigo de un programa que pretendía ser incómodo para el Gobierno y la oposición, y Ayuso, mal que le pese cuando intenta chutar balones fuera de su gestión, es gobierno. Lo de Feijóo es ya de Scattergories.
Atado de pies y manos
Del nuevo CQC solo se salva Pablo Carbonell, que llegó sin avisar en el segundo programa y ha sido el único que ha sabido de qué iba el asunto, por motivos obvios, mientras que Sara Carbonero solo demostró que aquí, tampoco.
Mención aparte merecen que los reportajes de investigación de Carles Tamayo, quien iba a ser el fichaje estrella, que se han quedado reducidos a una especie de sainete con sus colegas centrado, demasiadas veces, en mostrar cómo sacar adelante una sección sin tener nada que contar.
Da la sensación de que este Caiga quien caiga, tacaño hasta para regalar gafas, ha nacido atado de pies y manos para molestar a según quién en los reportajes y, aunque luego lo intenten compensar con un par de chistecitos a la espalda desde el plató, se les ha visto demasiado pronto el truco. Me temo que, salvo ellos, pocos van a echar de menos el CQC de Ayuso y Feijóo.