a razón de Estado está detrás del relato oficial sobre el periplo delincuencial de Juan Carlos de Borbón, compatible con la culpa colectiva por haberle permitido amasar una fortuna ilícita entre el aplauso popular y el dontancredismo político y mediático. ¡Qué pasión tiene España por los relatos de conveniencia! Aún lo intenta en Euskadi a base de sesgados libros y memoriales, con desfavorable resultado. Como la derecha es incapaz de explicar, por subconsciencia franquista, la conducta del emérito (“el silencio sobre la vida sexual del rey fue toda la corrupción”, ha escrito Arcadi Espada), el encargo ha recaído en los socialistas, monárquicos fácticos y republicanos de verbena. A este propósito responde la cicatera serie documental Los Borbones: una familia real Los otros cinco episodios son de pago, como corresponde a una historia de ladrones y tontos de capirote.

Si el motivo era hacer la crónica de los negocios del Borbón, ¿por qué ha pasado de largo sin señalar cuánto, cuándo, dónde y con quién fue un comisionista internacional y cómo escabulló mafiosamente sus ganancias a paraísos fiscales? Lo visto fue un Sálvame borbónico acerca de una familia disfuncional, un sinfín de anécdotas y unas pocas imágenes inéditas pero triviales. No sabremos qué ocurrió en tanto persista la inviolabilidad de la corona, con la que la Constitución tiene delito. El objetivo del sistema, a través de La Sexta, era salvar el culo a la monarquía y Felipe VI, pero sin liquidar al padre.

¡Qué lejos queda este cuento vacío, obra de Ana Pastor y Aitor Gabilondo, del reciente documental de Oliver Stone sobre el asesinato de J. F. Kennedy, pleno de densa información! Debería España acudir a Quevedo, uno de sus mejores poetas, y decir con él: “Pues amarga la verdad, quiero echarla de la boca”. l