esconfíe de lo que todos hablan y muchos le recomiendan. El bazar de la tele está a rebosar de estafas que se extienden como las piramidales merced al papanatismo popular. El juego del calamar es el último camelo y ya es la serie de Netflix más vista de la historia. ¿Cuántos ejemplos quiere que le ponga de basura de éxito? ¿Y qué tiene este producto coreano para haber alcanzado el récord de taquilla? Es adictiva y simple, envuelta en un relato de desafíos a vida y muerte en juegos infantiles, con violencia extrema, personajes de caricatura y pretensiones morales.

Se inicia con el reclutamiento de 456 personas bajo la circunstancia común de estar asfixiados por las deudas. Ganar el juego significa el remedio de sus males. El principal protagonista, Gi-Hun, solo quiere el dinero para operar a su madre y conservar a su niña; pero allí se va a morir o sobrevivir, porque los perdedores de cada partida son asesinados a balazos. Solo en la primera caen 235 y al final de los seis juegos (¡hay uno bestial de sokatira!) ha de quedar un único vencedor. Los guardianes visten uniformes rojos y caretas negras con los símbolos del cuadrado, círculo y triángulo de las viejas consolas de videojuegos. Todo muy tonto para un terror de Halloween de colegio de primaria.

Parece más una serie de la Corea de Kim Jong-un (ese loco que mandó ejecutar a cañonazos a su ministro de Defensa) que de la resistente del Sur. Con el precedente de Parásitos, cómica, sangrienta y laureada por Hollywood, no es de extrañar este cutre pastiche; pero un Óscar vale hoy lo mismo que un premio en una tómbola. Los autores de El juego del calamar se jactan de haber creado una corriente global de curiosidad valiéndose de una pésima producción, una interpretación grotesca, un guion de sainete y una estética de carnaval. Por favor, multa del Ayuntamiento.