Es verdad que muchos hemos crecido frente a un televisor, devorando series de ficción que entretenían nuestros ratos libres como lo hacen hoy las pequeñas pantallas que idiotizan a nuestros jóvenes. 

Yo, si podía, no me perdía ni uno solo de los capítulos de aquellos “panfletos” en los que los buenos policías luchaban contra el mal organizado y salían adelante, a pesar de lo difícil de las situaciones. 

Hemos conocido policías de todas clases, guapos y feos, desaliñados y arrogantes, jóvenes y viejos que velaban por la seguridad de las calles de Nueva York, San Francisco, Miami o cualquier otra capital estadounidense. 

La caja tonta nos presentó a Kojak y su chupachups como elemento de distinción en un mundo en el que fumar era lo más habitual. Nos hemos reído con la gabardina del teniente Colombo y su particular papel de investigador despistado. Nos habría gustado subirnos a bordo del Torino rojo cruzado por una raya blanca que identificaba como coche patrulla al rubio Starsky y al moreno y rizado Hutch. 

Sí, mejor ir en coche que corriendo, como, a menudo, le tocaba perseguir a los delincuentes un jovencísimo Michael Douglas por las calles de San Francisco. 

Policías y series. Agentes armados y conflictos. Guardianes que parecían de otro mundo por el lujo y el dinero de Miami Vice donde un Don Johnson (Sonny Crockett) espectacular en camiseta y chaqueta de lino se enfrentaba a cárteles internacionales del narcotráfico. En el lado opuesto, nos atraía a la pantalla el grupo humano sórdido y teñido de azul que patrullaba en la ciudad que nunca duerme, con el capitán Furillo aconsejando diariamente en la charla matutina a su personal dependiente a que “tengan cuidado ahí afuera”. Era la Canción triste de Hill Street.

Nos saturamos de tanta acción –Los hombres de Harrelson– y tanto mandoble catódico. Pero las producciones televisivas policíacas no se acabaron. Se transformaron. Y así surgieron versiones de “alter ego”, agentes de la ley humanizados. Incluso los miembros de una pasma próximos a la marginalidad y el lúmpen. Se pusieron en boga los guiones negros europeos. La “humanización” del policía. Entre ellos surgió Kurt Wallander, el investigador de Malmöe –Suecia–. Una serie distinta como su sociedad nórdica. Profesional a tiempo completo, de familia desestructurada. Divorciado, con malas relaciones con sus padres y también con su joven hija. Antihéroe, depresivo, con problemas de control en el consumo de alcohol, e investigador incansable de criminales sanguinarios. 

Wallander es el prototipo de la novela negra nórdica. Un género oscuro, incluso sórdido, antagónico con el norteamericano que hasta entonces habíamos conocido. A partir de ahí surgieron otras series, otras sagas policiales con protagonistas e historias diferentes, porque lo criminal y lo legal siempre ha tenido mercado televisivo. Hasta hicieron protagonista a un perro policía, Rex, que ocupa la pantalla resolviendo casos en Alemania. Agentes de sangre caliente, como el comisario Montalbano, en la Sicilia de la “omertà” y el trapicheo. Con carabineros cómicos como Catarella y, también con capitanas estrafalarias de la Gendarmerie como la siempre desconcertante Marleau al frente de una investigación francesa que rozaba la caricatura. 

Hay policías para todos los gustos. Señoriales como el inspector Barnaby en el truculento pueblo de Midsomer, o el empático Jimmy Pérez de las islas Shetland, en Escocia, donde, pesar de su lejanía y escaso tamaño, siempre se producían acontecimientos ocultos que atormentan la paz de sus vecinos. 

Las historias del bien y del mal, de los criminales y de sus perseguidores, lo siguen inundando todo. En cadenas, plataformas, canales… El mundo de la ficción en la búsqueda del entretenimiento, con personajes, vivencias e historias plurales y según el gusto del consumidor. Es el cine, la televisión, la literatura, la creatividad, la ficción la que alimenta el género y el medio.

Pero lo que ya resulta extraño es que alguien se fije en eso, en el cine, en la televisión, para justificar modos organizativos, modelos de seguridad que afectan, de verdad, a las personas. No hablamos ahora de entretenimiento, sino de cosas de comer y alguien en este país, con el rigor de un charlatán de feria, ha tratado de convencernos de que su tan traído y llevado “modelo policial” se asemeja a lo que hemos conocido en las películas escandinavas.

Uno de los defectos que se pueden achacar a Arnaldo Otegi es que, muchas veces, habla por no callar. El dirigente de la Izquierda Abertzale tiene, sin duda, grandes virtudes que le hacen ser un político ágil, que sabe desenvolverse en múltiples circunstancias y que ha conseguido que buena parte de su parroquia siga sus pasos sin cuestionar el método o las decisiones estratégicas adoptadas.

Seguramente, sin Otegi, la Izquierda Aber-tzale no estaría posicionada donde hoy se encuentra, en un espacio de relevancia democrática. Y en buena parte, suyo es el mérito de tal coyuntura. Sin embargo, en ocasiones, el papel de “comercial” de su opción ideológica le delata.