Los españoles acaban de celebrar su “fiesta nacional”. No, no me refería a la tauromaquia, sino a la fecha señalada en el calendario para honrar su identidad política. Ni más ni menos que el 12 de octubre, fecha en la que, según han contado, Cristóbal Colón, un ciudadano de procedencia no autentificada aún, “descubrió” el “nuevo continente” americano, y por ende abrió la puerta a su colonización. Otrora, la mencionada cita en el almanaque fue señalada como ”el día de la raza”, un eslogan supremacista propio de quienes se creían dueños de un “imperio en el que no se ponía nunca el sol”. Denominación que desapareció de los boletines oficiales ya que al día de hoy resultaba poco presentable exaltar el linaje como elemento distintivo de una comunidad, aunque para algunos “patriotas” de pulsera rojigualda dicha apelación continúa en su delirante imaginario.

Sea como fuere, los españoles tienen derecho a celebrar festivamente su nacionalidad. Lo respeto, aunque tradicionalmente lo hagan con un desfile de sus fuerzas armadas que, según la constitución en vigor, son los poderes fácticos que velan por su “indisoluble unidad territorial”.

A sus nacionales, les asiste, igualmente, el derecho a emocionarse y conmoverse ante el paso ligero de una cabra –en esta edición un borrego macho de tres años llamado Baraka– abriendo la marcha de la Legión por el madrileño paseo de El Prado.

La “hispanidad” es un concepto etéreo pero que incita un destacable consenso, algo inusual en la fragmentada sociedad política peninsular. Y es que lo más parecido a un nacionalista español de derechas es un nacionalista español de izquierdas. Inaudito pero real. Ejemplos; para Isabel Díaz Ayuso, lo hispano es “la obra de siglos sin la que no se entendería el mundo”. Pedro Sánchez, por su parte, lo relaciona con el “orgullo de pertenecer a una cultura y una diversidad que nos hace especiales”, mientras que para Núñez Feijóo representa la autoestima “de una historia en común” y “la ambición de un futuro compartido”.

Las diferencias de matiz, al menos en lo que a la derecha tradicionalista se refiere, comienzan cuando el concepto de la “españolidad” se aplica a “los de aquí y a los de allí”. Resumiendo: a los “patas negras” autóctonos, y a los sobrevenidos migrantes. Para los primeros, se da por hecho que el rasgo identitario español es algo congénito, intrínseco a su condición aborigen. Sin embargo, para los segundos, los populares su escisión extrema de Vox, la “españolidad” de los advenedizos necesita recobrar un sentido de “nacionalidad” más elevado. Necesita demostrarse. Es decir, considerarla como “un mérito, un premio al esfuerzo y a la integración, en lugar de alcanzarse por una simple gestión burocrática de vecindad o parentesco. En otras palabras, según recientes reflexiones de Núñez Feijóo, “la nacionalidad española no se regala; se merece”. Y él, y los suyos, parecen haberse constituido en el tribunal evaluador que analice si los rasgos de una persona son suficientes y adecuados para ser considerada “española” de pleno derecho.

Ni que decir tiene que hacer estos distingos deja en el ambiente un cierto aroma xenófobo muy en boga en los últimos tiempos en todas partes –recordemos a Trump con su movimiento MAGA o a los populismos de extrema derecha en Alemania, Italia, el Reino Unido o Francia–.

Ahora que el Partido Popular establece las bases para emitir carnets de “españoles” o de “nacionales” entre las personas, me vienen a la memoria las tonterías que se dijeron cuando en la propuesta para establecer un nuevo estatus político para Euskadi se acusaba a los promotores del borrador presentado en el Parlamento Vasco de disociar “vascos de primera y de segunda”. La intención era diferenciar en un texto jurídico “nacionalidad” y “ciudadanía”. La primera establecía la posibilidad voluntaria de identificarse oficialmente como “vasco-a” y la segunda marcaba un “statu quo” igualitario para todos los que convivieran en el espacio jurídico de Euskadi. Mismos derechos y mismos deberes. Pero “manipula manipulandi”, quienes siempre tienen patente de corso para impedir el reconocimiento identitario de quienes no piensan o sienten como ellos, tildaron aquella reforma de “excluyente”, “discriminatoria” y no sé cuántas barbaridades más.

Ahora, quienes nos “regalaron” a los vascos, sin que nadie se lo pidiera, la nacionalidad “española”, para hacernos “iguales” a los demás habitantes del Estado, nos dicen sin rubor que quien quiera ser “español” debe hacer méritos y ganárselo.

¿Por qué se nos obliga, a quienes no tenemos interés en ser meritorios ni pretendamos ganarnos tal vitola de hispanidad, a “lucir” en el documento de identidad “nuestra” españolidad no deseada?

¿Por qué, quienes, libre y legítimamente, pretendemos identificarnos sólo como vascos tenemos que ser “españoles” de manera forzosa?

Nacionalidad vasca

Quienes como yo tenemos antecedentes y lazos familiares y de proximidad con el Estado, no sólo respetamos a quienes se quieran identificar con la españolidad. Faltaría más. Entendemos que cada cual defienda sus raíces y el acerbo de su identidad. Pero, ¿es tan difícil de entender que quienes nos identificamos con la vasquidad tengamos el mismo derecho y se nos deba el mismo respeto que a quien se manifiesta de manera distinta? ¿Es tan difícil entender que nos sintamos de nacionalidad vasca sin renunciar a los ancestros? ¿Se puede amar lo que se eres sin odiar lo que no eres?

Además del desfile madrileño con la patrulla aérea correspondiente tiñendo el cielo de estelas rojas y amarillas y el borrego de la Legión, suele ser costumbre que los “españoles” más “auténticos” de todos, los herederos de Franco y Primo de Rivera, se vistan con sus mejores galas de camisas azules, yugos y flechas incluidas y saquen las banderas del aguilucho para procesionar a los sones del Cara al sol. Este año los fascistas de la Falange (Española y de las JONS, por supuesto), decidieron hacerse notar y conmemorar la “hispanidad” en Euskadi, concretamente en Vitoria-Gasteiz.

El interés de estos grupos fascistas por hacerse llegar a las calles de Euskadi es una manera de provocación de nostálgicos irredentos a los que exhibir su matonismo totalitario les excita. Sí, les pone berracos. De ahí su querencia por venir a violar la tranquilidad y la convivencia en nuestro país, un país especialmente sensible con los franquistas por haber sido víctima pasada de su represión, persecución y castigo.

El pasado domingo fue Vitoria Gasteiz donde la organización, sorprendentemente legal aún, decidió manifestar su apología del fascismo y tocarnos “los cataplines” con las manos frías. Su sola presencia anunciaba incomodidad y conflicto. Pero la preocupación y la inquietud se transformó en consternación y angustia cuando un grupo antagónico radical decidió impedir violentamente la marcha ultra por la capital de la Comunidad Autónoma Vasca. Ultras de un lado y de otro; fascistas de una parte, y antifascistas de otra; herederos del franquismo y de la kale borroka convirtieron la paz dominical gasteiztarra en un infierno de batalla campal en el que ni el dispositivo de seguridad de la Ertzaintza fue suficiente para evitar un brote de inusitada violencia y destrucción. Odio organizado en estado puro, con centenares de activistas entregados a la destrucción, el terror y la intimidación.

A los de siempre, a quienes hasta hace poco alimentaban este tipo de actuaciones de terrorismo callejero, les ha molestado que desde el Departamento vasco de Seguridad, y desde otros ámbitos políticos, se haya equiparado el carácter totalitario y facineroso de los grupos ultras con el de los componentes del “antifascismo” proveniente del antiguo MLNV. Óscar Matute y Peio Otxandiano han criticado la “equidistancia” de las críticas públicas de los responsables públicos de la policía vasca. Ambos, que solo han querido ver la responsabilidad del episodio en los falangistas, tampoco han condenado la barbarie y el clima de terror provocado en las calles de Gasteiz por los borrokas de proximidad. “No somos ni jueces ni curas”, ha señalado el portavoz parlamentario de EH Bildu para negarse a reprobar el comportamiento incívico y destructivo de quienes alimentaron la provocación con una violencia previamente diseñada y planificada. Excusas y explicaciones que suenan a otros tiempos que esperemos no vuelvan jamás.

El roto, el opinador gráfico de El País, tenía razón. “Los peligrosos no son los lobos. Los peligrosos son los borregos”. ¿Equidistantes? ¡Por supuesto!