Suele ocurrir cíclicamente. Hay temporadas en las que la sección de “buenas noticias” desaparece de los periódicos o de los servicios informativos. Todo se vuelve oscuro y a una tragedia le sucede otra mayor que impacta en nuestras vidas, llenándolas de tristeza, temor e indignación.
El mal parece haberse apoderado del mundo. No tiene otra explicación lo que ocurre en determinadas zonas del planeta. En el Oriente Medio, después de convertir a la franja de Gaza en la cárcel a la intemperie más grande del orbe, sus ciudadanos, amén de ser masacrados por ataques bélicos indiscriminados, son condenados a morir de hambre, de inanición, una tortura abominable que descubre el ámbito más cruel de la especie humana.
El gobierno israelí de Netanyahu ha sobrepasado todas las líneas imaginables de inhumanidad. Y al hambre y a la necesidad de aprovisionamiento, concedido con cuentagotas y de manera absolutamente injusta, está respondiendo con fuego de artillería, asesinando a decenas, centenares, de personas desarmadas y que solo querían hacerse con un poco de comida con la que alimentar a su desnutrida prole.
No sé cuántas barbaridades más tendremos que asistir como espectadores horrorizados para que esta brutalidad se detenga y cese la matanza de inocentes.
No parece que la ignominia acabe. Más bien al contrario. La ampliación del escenario bélico al frente de Irán, con la probable intervención próxima de los Estados Unidos en una guerra cuyo devenir trágico para todos nos hace contener la respiración, nos hiela la perspectiva.
Netanyahu había pronosticado al inicio de las acciones armadas contra los palestinos (no confundamos al pueblo de Palestina con los terroristas de Hamás) que convertiría la zona en un auténtico infierno y a ciencia cierta. Su reprobable comportamiento ha abierto de par en par las puertas del averno, donde esperamos que su alma arderá por siempre.
En el otro punto del planeta, en la frontera de Europa, Ucrania sigue siendo pasto de los ataques indiscriminados de Rusia, cuya actividad militar contra la población civil sigue en aumento tras la “relajación” internacional provocada por el inquilino de la Casa Blanca, abandonando a Europa de su papel guardián y de oposición al expansionismo del Kremlin. Y es que las caóticas políticas –interna y externa– de Donald Trump está convirtiendo al mundo en un carrusel de incertidumbres y temores.
No, no hay una sola noticia en positivo. Ni en materia de derechos humanos, ni libertades individuales o colectivas, o de convivencia. Y por si algo faltaba para convertir a los tabloides en portadas de sucesos, en la actualidad próxima del Estado, se nos presenta, con total crudeza, la inmundicia de la corrupción, la confrontación política destructiva y la negación del diálogo como método de resolución de diferencias.
Las últimas revelaciones planteadas por la Guardia Civil en relación al comportamiento de significados dirigentes socialistas han sumido a la opinión pública bajo la sospecha de enfrentarse a algo más que a un simple capítulo de depravación individual. La existencia de decenas de grabaciones privadas –lo que demuestra la calaña de los personajes en cuestión– que ocultarían comportamientos políticos indignos, hace pensar que la bola existente tras el denominado caso Koldo puede revelar una actividad delictiva sistémica que afectaría, fundamentalmente, al partido gobernante en el Estado. Y para avalar tal hipótesis, la oposición, desbocada y sin filtro alguno de moderación, se permite alegremente convertirlo todo en fango, en basura, en acusación y hasta insulto.
Así que el panorama que nos envuelve tampoco da tregua y se suma la perspectiva negativa que nos atenaza. Y el túnel parece no tener salida. El futuro se presenta desolador. No hay una brizna de esperanza, de brotes verdes que nos permitan abandonar el pesimismo para, aunque sea por un instante, iluminar un cambio de tendencia. Pero solo aferrándonos a nuestra propia experiencia, a las dificultades superadas en el pasado, nos reporta una oportunidad de templanza.
La pasada semana se cumplieron 45 años de la constitución del Gobierno Vasco tras el largo túnel del franquismo. Fue un momento emocionante, entusiasta, único. Un episodio anhelado y trabajado para comenzar a edificar la nueva nación vasca. Al frente de aquel ejecutivo se encontraba Carlos Garaikoetxea, el dirigente navarro que, desde la presidencia del Euzkadi Buru Batzar del PNV, había resultado elegido por el primer Parlamento Vasco de la historia. Un Parlamento en el que se encontraban representadas dos terceras partes del conjunto de la población vasca del total de Euskal Herria.
Era el proyecto incipiente de un país organizado institucionalmente que debía construir sus estructuras desde cero. En medio de un desierto industrial y una crisis económica profunda, con los sectores estratégicos que siempre habían tirado del país, en quiebra y en desguace. En consecuencia, con un desarraigo social que se cebaba en el paro, la desprotección y la marginalidad. Tiempos duros. Con unas instituciones –ayuntamientos, diputaciones, etc.– aún en mantillas. Sin recursos económicos ni servicios públicos que pudieran atender las múltiples necesidades a las que nos enfrentamos.
Pero pese a ello, hubo una generación de vascos que querían sacar al país del atolladero y crear una expectativa de vida para las generaciones venideras.
A las dificultades propias del momento, aquel grupo de patriotas tuvo que enfrentarse, además, con los palos en las ruedas colocados por quienes denostaron aquella vía pragmática y pretendieron construir un país a través de la confrontación, la violencia y el terrorismo.
No olvidamos que quienes hoy reivindican a Garaikoetxea y a las instituciones en las que hoy participan activamente menospreciaban al Parlamento “vascongadillo” que “dividía” al país. Los mismos que le restaron legitimidad y optaron por alimentar una “guerra” que solo trajo desolación y sufrimiento añadido.
Hoy nos queda un poco lejos todo aquello pero no podemos olvidar cuánto tiempo perdido, cuánto sobreesfuerzo añadido, cuánta amargura sufrimos por quienes preferían destruir en lugar de construir y que hoy blanquean su pasado intentando evitar su responsabilidad pasada.
Carlos Garaikoetxea Urriza se comprometió con el proyecto de un nuevo país. Fue el primer lehendakari de la etapa estatutaria que recogió el relevo legítimo del exilio representado por Leizaola. Y cuando en el templete de la Casa de Juntas de Gernika, ante el Árbol, pronunció aquello de “Jainkoaren aurrean apalik…”, se convirtió en el líder que la mayoría del país necesitaba.
Suyo y de su gobierno fue el gran mérito de poner en marcha un país. Unas instituciones, una policía, unos medios de comunicación propios, unos servicios públicos incipientes y básicos como la sanidad, la educación. Suyo fue el valor de sobreponerse a la inestabilidad política y recuperar el Concierto Económico. Y el acierto de liderar a una sociedad golpeada, además de por la crisis, por unas inundaciones que arrasaron con todo.
Garaikoetxea y su gobierno (Javier Caño-Presidencia; Pedro Miguel Etxenike-Educación; Ramon Labaien-Cultura; Carmelo Renobales-Justicia; Luis María Retolaza-Interior; Mario Fernández-Trabajo; Javier García Egotxeaga-Industria; José Luis Robles-Transportes; Javier Lasagabaster-Política Territorial; Carlos Blasco-Comercio; Javier Agirre-Sanidad; Félix Ormazabal-Agricultura; y Pedro Luis Uriarte-Economía y Hacienda) fueron los pioneros en edificar la Euskadi que hoy disfrutamos y se merecen nuestro reconocimiento y aplauso.
La imagen de Carlos Garaikoetxea, octogenario ya, en la que fue su casa de Ajuria Enea, de la mano del actual lehendakari, Imanol Pradales, nos reconcilia con nuestra propia historia. A pesar de los avatares vividos, de los pronunciamientos diferentes o de las disputas de antaño de las que, con el tiempo, lamentamos haber participado y propiciado (al menos yo), Garaikoetxea fue y sigue siendo nuestro lehendakari. A él, y a quienes compartieron aquel primer gobierno de la nueva Euskadi, honor y respeto. Su ejemplo nos motiva para seguir el camino iniciado superando todas las adversidades.