La polarización, como método para distorsionar la realidad y lograr fines ilícitos, no es nada nuevo. El oficio de propagandista político, en su sentido más peyorativo del término, lleva muchos años entre nosotros. Veamos primero los casos extremos más recientes, para luego ir a hechos de menor envergadura, pero hilados de igual forma.

Entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994 se produjo el genocidio de Ruanda, en el que casi se extermina la población tutsi por parte del gobierno hegemónico hutu de Ruanda entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994. Mataron a aproximadamente al 70% de los tutsis. Se calcula que ni más ni menos que entre 500.000 y 1.000.000 de personas fueron asesinadas. La propaganda contra los tutsis en los medios de comunicación de entonces –no había redes sociales– llevaba tiempo aumentando hasta convertirse en sistemática. Y cuando la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas dio la consigna de matar a las cucarachas se desató la barbarie.

El impacto aquí fue entre poco y ninguno, era lejos, eran africanos. Que conste, por si no estuviera claro, que lo digo como crítica muy amarga.

Los métodos propagandísticos son los mismos, aunque es cierto que se actualizan las formas de vehiculizarlos. A principios de la década de 2010, Birmania era un país cerrado y aislado por la junta militar. Pero en 2011, dicha junta abre el país a las nuevas tecnologías. En solo tres años, la tasa de conexión a Internet pasó del 0,5% al 40%, impulsada por la llegada masiva de smartphones baratos. Facebook se convirtió en aquel entonces en la única ventana de los birmanos al mundo digital. Según nos relata, entre otros, el periodista estadounidense Max Fisher en su libro Las Redes del Caos, se produce un fenómeno alarmante: la plataforma desempeña entonces el papel de una Radio de las Mil Colinas y se convierte en un vector de odio contra los rohingyas, la minoría musulmana del país. Se desencadena la violencia y el genocidio, que también nos importó poco. Igual incluso menos que el de Ruanda. En este caso, según Fisher, esa violencia fue vehiculizada, no por una emisora de radio, sino por algoritmos ejecutados en Silicon Valley.

Lo de Birmania no es ninguna anomalía. Es la manifestación extrema de un fenómeno que ya es habitual: la simplificación absoluta de las opiniones en redes sociales. No tengo información ahora mismo, pero seguro que con el tiempo aflorarán datos parecidos que habrán contribuido decisivamente a hacer posibles las barbaridades cometidas por sionistas en Israel respecto a los palestinos y especialmente respecto al genocidio en Gaza. Y Hamás también habrá polarizado sus redes de forma parecida.

Esa forma de promover el extremismo también sirve para quien le convenga crispar ánimos persiguiendo otros fines. Lo vemos con Trump, lo estamos viendo por ejemplo en el ámbito de la política partidista en toda Europa, y también aquí. Y si no, miren ustedes los contenidos políticos en las redes que utilizan. En la enorme mayoría de los casos el mecanismo promueve solo la mera descalificación del otro.

En 2006 se había introducido en Facebook el principio del muro personalizado. Hasta entonces, el usuario tenía que visitar el perfil de cada uno de sus “amigos” para estar al tanto de sus novedades. Con el muro, sus publicaciones aparecen en la página de inicio en cuanto abren la aplicación.

Luego, la plataforma amplió el muro incluyendo las publicaciones de personas con las que no se mantiene contacto necesariamente. ¿Cómo se selecciona el contenido que vemos? Mediante algoritmos de recomendación, o sea, programas informáticos que analizan constantemente nuestro comportamiento online, el tiempo que se pasa en cada contenido, nuestras interacciones (los me gusta, lo que compartimos, los comentarios), nuestras conexiones sociales e incluso la velocidad a la que nos desplazamos por la pantalla. Algo similar pasó con el antiguo Twitter (actual X). Hasta 2016, Twitter simplemente presentaba los tuits en orden cronológico. Pero ese año adopta un algoritmo que clasifica los mensajes según su potencial emocional. Ese algoritmo alteró profundamente la naturaleza de los intercambios en la plataforma, hasta marcar otro punto de inflexión. Las demás redes han seguido caminos similares.

Max Fisher destaca un fenómeno que da miedo: el algoritmo ha creado la ilusión de una comunidad en la que se premia artificialmente los contenidos más destructivos con una mayor visibilidad, mientras que los mensajes sopesados y matizados quedan relegados muy abajo, con lo que el sistema prima la tripa sobre el cerebro. Se descarta el diálogo constructivo. Este mecanismo crea un círculo vicioso: para seguir siendo visibles, los usuarios tienen que adaptar su comportamiento, dando prioridad a los mensajes más provocadores y divisivos. Pero detrás de esta carrera por la visibilidad se esconde un mecanismo aún más oscuro de manipulación.

Las redes no buscan nuestra satisfacción. El objetivo es que pasemos el mayor tiempo posible en sus redes para así vender nuestra atención a los anunciantes en unos mercados colosalmente desmesurados de miles de millones de dólares de facturación por ingresos publicitarios. Miren ustedes contenidos sobre determinado producto, ya verán cómo de repente se ven inundados de publicidad de productos similares. La economía de las redes sociales se basa en un principio sencillo: la mercancía es nuestros datos y nuestro tiempo de atención. Los algoritmos son el medio para sostener un modelo económico basado en el compromiso prolongado y frecuente de los usuarios. Son los algoritmos los que favorecen los contenidos que nos hacen pasar el mayor tiempo posible en redes, generando así más beneficios. Ya no leemos textos largos en webs o blogs. Y mucho menos en libros.

Este mecanismo refuerza acríticamente nuestras persuasiones propias. Esos mismos algoritmos de recomendación tienden a sugerirnos contenidos que han gustado a usuarios que piensan como nosotros, lo cual nos llena de satisfacción y orgullo. Por ello vivimos en burbujas casi estancas de observación del mundo que hace que todo sea blanco o negro. Nada de grises, y mucho menos nada de los demás colores que existen en la realidad.

Pero ¡ojo! Esto tan solo es el inicio de la túrmix. Y es que ante una emoción fuerte, ya sea indignación, ira o incluso alegría intensa, nuestro primer reflejo es compartirla con los demás, como para liberarnos de ella o buscar validación. Y con ello, la máquina se acelera generando más entrega y devoción acrítica. Y con ello, se recomiendan aún más esos contenidos simplistas. Se generan torbellinos que se convierten en tornados y pueden acabar arrasando.

Siempre digo que hemos de ser más fríos y calculadores que el sistema para vencerlo. Si desactivamos la trampa de dejarnos llevar por las tripas y las emociones, por comprensibles que sean, paramos la máquina de la polarización. Las redes son los aceleradores de la máquina. Aceleradores que valen igual para buscar el poder enfrentando de forma simplista políticas, lenguas o identidades, para generar desafección a lo público o, llevadas a su extremo, para posibilitar genocidios.

Por eso no está de más coger el mazo y demoler los moldes cibernéticos que compramos tan acríticamente. Hay que volver a pensar por nosotros mismos. Lo he probado, y les aseguro que satisface mucho más que seguir como borregos lo que nos echan las redes, por mucho gustirrinín que nos dé. Pruébenlo. Inténtenlo.