Todos los sistemas judiciales son imperfectos. La justicia ordinaria lleva funcionando desde la época de los jurisconsultos romanos pero la justicia internacional nació hace muy poco, por lo que está en pañales. Inicialmente incipiente y con poderes limitados, la justicia internacional tendió a imponerse a fines del siglo XX, para luego dar la impresión de estancarse en el siglo XXI. Pero toda crisis supone sangre y amenazas, pero también oportunidades. En esto conviene recordar lo que dijo el matemático, filósofo y apologista francés Blaise Pascal: “La justicia sin fuerza es impotente. La fuerza sin justicia es tiránica”.

La justicia internacional era inicialmente exclusivamente interestatal, competente sólo en caso de aceptación por parte de los Estados. También se intentó un sistema de justicia universal por el cual se permitía a un Estado ejercer su jurisdicción penal sobre crímenes internacionales, independientemente del lugar donde se hayan cometido o la nacionalidad del autor o la víctima. Tal fue el caso, por ejemplo, del caso Pinochet, que tuve la oportunidad de seguir muy de cerca. Ese caso demostró la utilidad del sistema, y también la falta de ética de un Gobierno británico que permitió que Pinochet volviera a su país a morir, impune, en su cama unos años después. Sin embargo, supuso un revulsivo en Chile. A partir de entonces empezaron una serie de procesos judiciales que en buena medida paliaron la impunidad del régimen pinochetista que se daba hasta entonces.

Desgraciadamente, la falta de ética es contagiosa, y poco después el Gobierno español de entonces introdujo un amplio y complejo conjunto de requisitos que deben cumplirse para que los tribunales españoles tuvieran competencia para investigar y perseguir esos crímenes, con lo que esa vía, en la práctica, quedó clausurada aquí y en otros países siguiendo métodos similares.

A los precedentes manifiestamente imperfectos de los tribunales de Nuremberg y Tokio, y tras la definición del delito de genocidio en 1948, se suceden situaciones que ponían de manifiesto la existencia de un vacío jurisdiccional para juzgar a perpetradores de crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad. Ese vacío se ha ido cubriendo con el desarrollo del derecho internacional humanitario. A finales del siglo pasado hubo tribunales especiales para las auténticas masacres y barbaridades en la exYugoslavia y en Ruanda. También los ha habido para Sierra Leona y Camboya, en este último caso mediante salas especiales en tribunales camboyanos.

En 1998 se crea la Corte Penal Internacional mediante el Estatuto de Roma. Dicho tribunal, con carácter permanente y global, intenta desempeñar un papel tanto punitivo como preventivo. Su limitación está en que sólo podrán juzgarse los crímenes cometidos en el territorio de un Estado Parte y/o por nacionales de Estados Partes, a menos que el Consejo de Seguridad de la ONU remita el asunto a la Corte, que no puede juzgar casos anteriores a su creación y, además, sólo juzga los crímenes más graves: crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad, crímenes de genocidio y crímenes de agresión. Podrá recurrir ante él un Estado parte en el tratado, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas o el fiscal de la CPI.

El preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos considera esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, de forma que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión. Por lógica, si los derechos humanos han de ser protegidos por un régimen de Derecho, esa posible rebelión debe asimismo someterse al derecho internacional humanitario. Ese, precisamente, es el camino emprendido por la justicia internacional y que encierra la clave de todo: no todos los perpetradores son iguales, los hay de distinto tipo en función de lo que perpetren y del número de víctimas que ocasionan. Por tanto, la justicia internacional les ha de tratar en consecuencia de sus actos. Pero todas las víctimas sí son iguales según múltiples instrumentos de derechos humanos. A igual conculcación, iguales derechos a la verdad, justicia, reparación y no discriminación. Por ese mismo motivo la Fiscalía de la Corte Penal Internacional, Karim Khan, ha emitido órdenes de arresto contra Netanyahu, el exministro de Defensa israelí Gallant y varios líderes de Hamás. Dicho sea de paso, al menos dos de esos líderes de Hamás, Ismail Haniyeh y Yahya Sinwar, han sido abatidos en ataques israelíes, lo cual bien pudiera ser constitutivo de obstrucción a la justicia. Por ello se ha emitido una nueva orden de detención contra otro de sus líderes, Mohammed Diab Ibrahim Al-Masri.

Muchos medios de comunicación hacen mal en distinguir en conflictos entre civiles y militares. El derecho internacional humanitario es clarísimo: la distinción no es entre civiles y militares, sino entre combatientes y no combatientes. Un civil puede recoger un arma y liarse a tiros, a partir de ese momento es combatiente. Igualmente, un militar puede ser, por ejemplo, capturado. A partir de ese momento es no combatiente. Es por tanto la protección de los no combatientes –civiles en su enorme mayoría–, lo que es uno de los principios fundamentales del derecho internacional humanitario. No vale, por tanto, el manido argumento, a la hora de justificar crímenes, de que para hacer una tortilla hay que cascar huevos, independientemente de quién casque los huevos. Igual no queremos tortilla.

A esto hay quien contra-argumenta que no es lo mismo un genocidio que matar a 1200 personas. Faltaría más. Pero eso no exime de responsabilidad a los perpetradores de matar a los 1.200, la gran mayoría de los cuales también fueron no combatientes. Y está claro que la CPI va a calificar los cargos y las sentencias de forma acorde con el derecho internacional.

También está claro que ahora mismo la prioridad solamente puede ser la de detener el genocidio en Gaza. Y dentro de esa prioridad, lo más prioritario es detener el bloqueo de la ayuda humanitaria. En eso la presión internacional va a ser fundamental, y para conseguirla, la presión social también debe mantenerse y, a ser posible, aumentar.

En su recorrido hasta ahora, la CPI ha abierto procedimientos sobre crímenes cometidos en la República Democrática del Congo, Uganda, Sudán, la República Centroafricana, Kenia, Libia, Costa de Marfil, Mali, Burundi, Georgia, Palestina, Filipinas, Birmania y Afganistán. Estados Unidos, China, Rusia, India, la mayoría de los países árabes e Israel no son partes del tratado, lo que sin duda implica un descarado doble rasero, si bien esto no le impide a la fiscalía de dicha corte formular cargos contra perpetradores de esos países, como hemos visto más arriba. Putin también tiene cargos pendientes formulados por la CPI. Si la Corte Penal Internacional se volviera verdaderamente universal, esto cambiaría el panorama jurídico estratégico: además de su papel disuasorio, pondría fin a cualquier posible protección territorial de las personas acusadas. Por tanto, o bien el mundo convulso en el que nos encontramos vira hacia establecer un sistema de justicia internacional universal del que ningún perpetrador pueda librarse, o mal futuro nos aguarda. En esto es en lo único en lo que cabe cierto optimismo, en mi opinión. Porque la indignación aumenta por momentos y porque la justicia internacional, desgraciadamente, siempre ha dado saltos cualitativos tras masacres tan horrendas.