Estaba yo repanchingado como un pachá en un sofá orejero y con las piernas elevadas en una posición semi tumbada de zanganeo total. No es que holgazaneara por puro placer, sino porque mis problemas circulatorios en las extremidades inferiores hacían que el personal facultativo que desde hace tiempo me atiende me recomendara que, siempre que pudiese, utilizara esa posición postural para incentivar el riego sanguíneo inverso en las piernas.
Lo que también hacía, para hacer amenizar el momento de relax, era ver la televisión. Alternaba dos programaciones con el mando a distancia. Por un lado el reality Forjado a fuego y, cuando las fraguas entraban en publicidad, visitaba Maestros de la parrilla.
Acababa de llegar de la calle donde, para recuperarme de la convalecencia que desde hace un tiempo me mantiene en el dique seco, había dado un paseíto por el vecindario. Nada del otro mundo ni de dificultad. Una pequeña ronda para “hacer piernas”. Pero la horita de lento caminar me había cansado un poco, así que, llegado al domicilio, me tumbé gustosamente en una posición reparadora.
No sé cuánto tiempo llevaba con las piernas en alto cuando la pantalla del televisor fundió a negro. Y el router del wifi situado a su costado se quedó igualmente sin luces. Se había ido la luz. Mi primera reacción fue la de esperar un poco a ver si la corriente volvía. Necesitaba saber si el apagón era particular o se trataba de algo general. Pero, ¡oh cielos!, tumbado como estaba y sin poder hacer retornar el butacón a su posición inicial (el elevador de piernas se activa mediante un mecanismo que funciona con electricidad), no me podía incorporar y ponerme en pie.
Como pude –no he hecho tanta gimnasia desde mi época escolar–, tuve que hacer que mis piernas sortearan el espacio del asiento y hacer pie en el suelo para ya, en tal posición, ponerme en pie. Comprobé que el automático eléctrico estaba correctamente situado. Los plomos no habían saltado. Abrí la puerta de casa y confirmé que el apagón era global. Pensé en la suerte que había tenido por no haberme quedado encerrado en el ascensor minutos atrás y, al mismo tiempo, me felicité por haber subido los dos pisos en el elevador, sin la fatiga que mi movilidad limitada provocaría al subir los escalones.
A partir de ahí intenté consultar, a través de Internet, qué era lo que de verdad estaba aconteciendo. La red estaba muda y el teléfono sin cobertura. No sé por qué pero encendí un transistor de radio y entonces me di de bruces con el episodio. La luz se había ido en toda la península y el caos comenzaba a reinar por doquier. Ni en las peores pesadillas o en las películas de ciencia ficción se podía imaginar tal situación. Apagón energético y de telecomunicaciones total. Afortunadamente, la caída energética se había producido de día pese a que el efecto de aquel vacío invadió de zozobra a miles de personas. Me acordé de aquella información, para algunos alarmista, de las autoridades europeas, sobre la necesidad de disponer de un kit particular de supervivencia. Para una mayoría de público aquel consejo sonó como una fantasmada pero de eso nada. Yo había leído alguna cosa sobre las estrategias de defensa actuales y la importancia de las “guerras híbridas” que en el actual manual de combate pretenden minar la resistencia y el estado de ánimo de la población civil. Y un ataque a las fuentes energéticas o a los suministros básicos solía estar en la cartera de los agresores de hoy en día.
El momento fue de una incertidumbre sin parangón. Nadie sabía lo que duraría aquel episodio que nos había dejado aislados. La falta de comunicación nos hacía temer por la seguridad y el bienestar de los más próximos, a los que resultaba imposible contactar. Había miedo, y el miedo siempre engendra pensamientos extremos.
A mí, la situación me llevó a maldecir en soledad a aquellos supuestos progresistas de medio pelo que, ante la nueva coyuntura internacional, habían deslegitimado cualquier opción de aumentar la posición europea de defensa y seguridad. Hippies que todo lo concentran en el eslogan de “no a la guerra”. “Espíritus puros” que, creyéndose moralmente superiores a la media, pontificaban contra el gasto en seguridad o en la prevención de la colectividad frente a las nuevas amenazas que se ciernen sobre nuestras cabezas.
El tan temido “apagón” había llegado. ¿Para cuánto tiempo?
Lo fundamental en aquella situación era revertir la falta de energía para, poco a poco, volver a la normalidad. Bien es cierto que determinados planes de contingencia en ámbitos especialmente sensibles –al menos aquí en Euskadi– habían funcionado. Hospitales, residencias, centros educativos habían hecho frente al primer golpe del apagón con cierta solvencia. Los equipos de emergencia y seguridad también habían funcionado correctamente. El problema estaba, básicamente, en la movilidad, en el transporte y en el retorno al domicilio de miles de personas que se encontraban en sus puestos de trabajo. Por no hablar de la actividad industrial y comercial. Felizmente, los esfuerzos de los técnicos competentes por recuperar el fluido eléctrico fueron dando sus frutos en poco tiempo, y en horas –en algunos sitios antes que otros– la luz fue volviendo a alumbrar nuestras vidas.
Durante el tiempo de vigilia energética fueron muchas las historias que difícilmente olvidaremos. Algunas dramáticas y dolorosas, como las que vivieron quienes necesitaban la energía eléctrica para que sus tratamientos médicos les permitieran mantener un nivel vital adecuado. Otras, auténticas pesadillas, como las de quienes se vieron sorprendidos encerrados en ascensores, cajeros u otros habitáculos reducidos con un nivel de claustrofobia insoportable. Las más, de angustia por desconocer durante un tiempo la seguridad de sus seres queridos.
Y otras –siempre tiene que haber extremos–, las historietas generadas por la insensatez humana.
Lo importante es que tras el susto inicial, la luz se hizo relativamente pronto. Quedaba todavía mucho terreno para recuperar la normalidad y, por lo tanto, resultaba necesario conocer qué había ocurrido y cuáles o quiénes habían sido los factores o los protagonistas responsables de aquella crisis.
Ni que decir tiene que los sabelotodos que proliferan entre nosotros no necesitaron ni tiempo ni evidencias para percatarse de qué es lo que en verdad había ocurrido, y es que que en nuestra sociedad hay mucha gente que tiene una cierta atrofia en las manos. Viven permanentemente con el dedo índice desplegado a modo de acusación y reproche. No necesitan evidencias ni pruebas para justificar su tesis. La culpa siempre es de alguien. Del Gobierno de Sánchez, que diría el PP, del oligopolio de empresas energéticas que señalarían las izquierdas dogmáticas o el “capitalismo” globalizado que señalara en redes sociales Joseba Permach, quien abogaba por la nacionalización de la energía, el agua, las telecomunicaciones o los sectores estratégicos.
Ni en las circunstancias más complicadas aprendemos. La experiencia nos ha dejado al aire nuestra vulnerabilidad como sociedad ante elementos básicos que afectan directamente a nuestras vidas. Afectan en aspectos pequeños y también en elementos sustanciales. Y esa vulnerabilidad necesita conocer verdaderamente las razones que provocaron el apagón, fueran estas provocadas, fruto de una negligencia o de un sabotaje. Porque solo desde un diagnóstico acertado se podrán poner remiendos que eviten o mitiguen futuros episodios similares al vivido.
La estupidez humana no tiene límites. En pleno apagón, cuando centenares de personas corrían a comprar pilas y camping gas para poder comer caliente, un tabernero de mi pueblo pretendía tranquilizar a la clientela asegurando que en su establecimiento no habría problema para comer. Su cocina era eléctrica –no de gas–, pero eso no era impedimento para él. “Lo que no caliente la cocina, lo calentará el microondas”. Mi perplejidad fue plena cuando, intentando desviar la conversación ante el ridículo, pregunté por un cartel que presidía el establecimiento. Era un folio blanco con un número pintado a mano con rotulador.
“¿Qué significa ese folio blanco con el número 58?” –cuestioné.
“Es –me dijo– un repelente natural de moscas. Las moscas no leen el número y se creen que lo representado en el papel es una araña y ante ella evitan entrar en el establecimiento”. Casi me meo de risa pero luego he podido comprobar en las redes sociales que tal imbecilidad no es un hecho aislado. Microondas contra el apagón y la imagen del 58 frente a las moscas. Tengámoslo en cuenta como antídoto de moscones.