El viernes día 10 de enero me acerqué a la Parroquia de San Joaquín y Santa Ana del barrio gasteiztarra de Salburua a escuchar a Sara Buesa. Desde el Centro Pastoral Berri Ona de la Diócesis de Vitoria habían organizado un café-tertulia y pidieron a Sara que preparara una intervención que se ajustara al lema El perdón, peregrinaje interior que transforma y trasciende.

Llegué con la necesidad de escuchar a la hija pequeña de Fernando Buesa Blanco, político socialista asesinado por ETA un 22 de febrero de hace 25 años junto a su escolta Jorge Díez Elorza, y es que tras haber vivido un par de semanas bajo la pesada niebla de otra campaña más en favor de la excarcelación de los presos y presas de ETA, me sentía afectada y desilusionada. Por enésima vez se referían a estos penados como presos políticos, evitaban hablar de los graves delitos que cometieron o del terrorismo que ha atenazado a esta sociedad durante décadas; otra campaña sin un gramo de empatía hacia unas víctimas fatalmente unidas a presos y presas presentados única y exclusivamente como seres sufrientes –casi ángeles–, siempre víctimas.

Ya había tenido la oportunidad de escuchar a Sara en otras ocasiones y sabía que sus palabras iban a ser un bálsamo y el contrapunto a todo lo que se cocía alrededor de una manifestación presentada como humanitaria pero carente de humanidad. Y es que su discurso, además de ser profundamente humano y éticamente impecable, es de una generosidad extraordinaria, a la par que brillante. En ella se cumple plenamente aquello de que las flores más hermosas crecen en los lodazales. Paradójicamente, del oscuro lodazal de la violencia de raíces políticas que hemos sufrido durante décadas en Euskal Herria han surgido muchas víctimas que pueden ser consideradas como lo mejor de nuestra sociedad. Personas que a pesar de haber sido la diana de una violencia descarnada y radicalmente injusta, han sacado lo mejor de sí mismas y nos lo han regalado para impulsar los valores contrarios a los que durante décadas han promovido ETA y su entorno político y social.

Víctimas a las que no solo les han arrebatado a sus seres queridos; algunas han vivido bajo la amenaza de ETA desde mucho antes de que ésta cometiera el fatal asesinato, otras han sufrido la soledad, el aislamiento y el desprecio, también el destierro o el no reconocimiento de la injusticia de la que han sido objeto. No obstante, más de una transformó su dolor y su pena en energía para por ejemplo salir a la calle a denunciar todos los terrorismos y vulneraciones graves de derechos humanos relacionadas con la violencia de raíces políticas de nuestro pueblo, o se han implicado en ayudar a otras víctimas que han pasado por lo mismo que ellas; las hay que activamente reclaman para las víctimas de otras violencias lo mismo que piden para ellas mismas; otras que han impulsado la justicia restaurativa; las que han pedido el acercamiento de los presos de ETA o han denunciando enérgicamente la tortura. Víctimas que han luchado y siguen luchando por la paz, la deslegitimación de la violencia y la convivencia. Víctimas que son luz.

Otras muchas son personas normales y corrientes, como la mayoría de nosotros, personas de muy diferentes condiciones e ideologías. Ninguna escogió ser víctima y todas merecen ser respetadas, escuchadas, arropadas, reconocidas, sanadas y reparadas. Si nadie debiera dirigirse a otro ser humano con saña y odio, menos aún debería ensañarse con las víctimas por el hecho de serlo y por el hecho de que emitan sus opiniones personales o tengan una ideología concreta. La opinión de la víctima no vale más que la de cualquier otro ciudadano, incluso puede ser equivocada, pero el respeto, el reconocimiento y la empatía debería modular la manera de dirigirnos a ellas.

Además, yo reivindico la transversalidad de las víctimas como herramienta reparadora para ellas y para todos nosotros. Pido que se les tenga en cuenta en los distintos ámbitos de nuestra sociedad; primeramente porque se lo debemos, y segundo, porque conocer y reconocer a las víctimas nos ayuda a reflexionar sobre la violencia y nos lleva necesariamente a repudiarla. De la misma manera que la igualdad entre hombres y mujeres es un criterio transversal que vamos interiorizando individual y colectivamente, todas las iniciativas sociales y políticas deberían pasar por el filtro del respeto a las víctimas y de la deslegitimación de la violencia, hasta que consigamos una mínima regeneración de tantos valores deteriorados. Y cuando hablo de víctimas me refiero a todas: tanto las de ETA, como las del GAL u otros terrorismos y torturas.

Y es que es imprescindible tomar una postura activa y afrontar las consecuencias de la violencia. Llevamos a nuestras espaldas décadas en las que hemos convivido a diario con asesinatos, secuestros, torturas, amenazas, persecución y extorsión. Queremos creer que todo eso está superado, que no nos afecta, pero no es así, la violencia ha dejado su huella siniestra y aún hay mucha gente que sigue legitimando su uso ante la pasividad de muchos otros. No hay más que ver cómo amplios sectores de la sociedad callan o se muestran indiferentes ante el hecho de que algunos sigan movilizando a la ciudadanía para reclamar los derechos de los victimarios sin haber reparado mínimamente en las víctimas. Esto es solo un síntoma del descalabro ético y moral que hemos padecido y seguimos arrastrando.

Es lo que tiene poner el foco únicamente en el victimario; desde el entorno de la izquierda abertzale lo hacen exclusivamente con los presos de ETA que no están por la labor de hacer una revisión crítica de su pasado, con aquellos que siguen legitimando que toda aquella sangría que cometieron fue legítima. Sería un escándalo organizar una manifestación de carácter festivo y de lucimiento del personal asistente para reivindicar cualquier derecho de un violador, de un pederasta, de un asesino machista o en serie, sin haber condenado previamente sus fechorías y sin haber mostrado un mínimo de solidaridad con sus víctimas.

En una sociedad sana el foco se debe poner en la víctima –sin renunciar a reivindicar los legítimos derechos de los victimarios, por supuesto–. Poner el foco en las víctimas es ponerlas en el lugar que les corresponde, visibilizarlas. Eso dejaría al victimario en la penumbra, porque su delito no es algo que haya que exhibir ni reivindicar. Reivindicar a la víctima significa apuntalar los valores de la sociedad, reivindicar al victimario significa lo contrario.

Hay que abordar todos estos temas con determinación y valentía. Por eso son tan importantes los encuentros como el que se organizó desde Berri Ona, porque nos hacen reflexionar sobre el pasado y analizar lo que pasó, nos interpelan y nos invitan a mejorar y a actuar. Acabo este escrito con la pregunta que me surgió tras escuchar las palabras de Sara Buesa. A mí me reconforta saber que una víctima no siente odio, que está en paz o que incluso ha perdonado, pero ¿qué he aportado yo o qué estoy dispuesta a aportar para allanar el camino de cara a que esas víctimas puedan llegar a sanar sus heridas? ¿Qué estás dispuesto o dispuesta a aportar tú?

*Miembro de Gogoan-Por una memoria digna