Quizá haya lectores que se sientan sorprendidos por la pregunta y que no duden acerca de que la respuesta correcta es únicamente una, los jueces y tribunales. Así parece creerlo también el Tribunal Supremo (TS) cuando proclama (en el auto que rechaza aplicar la amnistía a los líderes del procés por el delito de malversación) que “la imagen del juez como boca muda que debe limitar su función a proclamar consecuencias jurídicas que fluyan de la literalidad de la norma, representa una imagen trasnochada”. Hay que entender entonces que lo guay, lo cool, lo in, lo no trasnochado para sus señorías, es que sobre la función de los jueces decidan ellos, (y ellas) y que, por tanto, tengan algo que decir sobre los métodos de interpretación y razón, por tanto, los lectores sorprendidos.

Quizá a los que puedan tenerlo tan claro (incluido el TS) les sorprenda entonces que alguien manifieste su discrepancia y les diga que están equivocados/as; pero lo están.

Proclamemos la tesis antes que nada, quien decide cómo deben interpretarse las normas es exclusivamente el legislador, no existe norma alguna que faculte a jueces y tribunales a elegir método de interpretación o el orden en que aplicar cualquiera de ellos. No solo es competencia del legislador sino que la ejerció ya hace muchas décadas (la última modificación proviene de 1974) estableciendo un mandato tajante y que no ha generado controversia suficiente como para haber sido modificado desde entonces. Se trata, como los y las juristas ya habrán adivinado, del artículo 3 del Código Civil que literalmente señala que “las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas”.

Si no es cierto, como puede deducirse del artículo, que el juez deba tan solo proclamar consecuencias desde la literalidad de los preceptos, porque sobrarían entonces todos los demás criterios que se mencionan, si lo es que jueces y magistrados son y deben ser, en cuanto tales, (como ciudadanos/as forman parte de la voluntad democrática que puede modificar la ley) “bocas mudas” respecto a cómo deben interpretarse aquellos; ya lo ha decidido quien debe hacerlo.

Es manifiesto que éste ha decidido ofrecer criterios alternativos entre los que elegir, o mejor, que ha decidido que la interpretación correcta debe ser la resultante de conjugar de forma simultánea diferentes criterios, y que eso salva, de momento, a muchos y muchas de no poder ser sustituidos por ChatGPT o criaturas análogas, pero no solo no está trasnochado deducir consecuencias de la literalidad de la norma, sino que es lo único legal cuando el legislador la haya redactado con claridad y precisión; in claris non fit interpretatio, (“donde esté claro que no se interprete”) como apuntaban los más avezados juristas hace prácticamente ya dos milenios.

Cabría la posibilidad de que el legislador estableciese un único criterio de interpretación y descrito a su vez con tal detalle que el margen que conceden el carácter genérico del artículo 3 y su multiplicidad de parámetros, quedase reducido a la nada. Que fuesen boca muda de verdad hasta los ilustres integrantes del T.S. que tan exagerada e injustamente se quejan de ello mientras intentan invadir la competencia del legislador. Cabría la posibilidad, y vista la conducta de los sesudos intérpretes, igual nos iría mejor con ella. En todo caso y dado que lo que pretenden es forzar la norma para impedir determinadas aplicaciones de la Ley de Amnistía, analicemos el ejemplo, y examinemos la misma desde esos criterios interpretativos que nos vinculan a todos y a todas.

La controversia se centra (es la única manera que encuentran de emplumar a Puigdemont después de que se les hayan ido cerrando las restantes puertas, lo que ya en si mismo es un escándalo) en la exclusión del delito de malversación de entre los amnistiables cuando hubiera “enriquecimiento personal de carácter patrimonial”. Sostienen los ilustres magistrados que lo hay porque los dirigentes catalanes se ahorraron pagar de su bolsillo lo que abonaron con fondos públicos conforme a la voluntad de sus representados/as, aspecto éste al parecer irrelevante para el TS.

El razonamiento es altamente especulativo porque no analiza si se hubiera desarrollado el procés del mismo modo y si le hubiese parecido lógico a alguien si tenían que ser los propios líderes los que abonasen de su bolsillo los gastos. Cabe apostar, sin mucho riesgo de pérdida, que tales gastos habrían sido sufragados por suscripción popular, como lo fueron los de las entidades civiles que colaboraron en el proceso. Ni nosotros lo sabemos, ni lo sabe el Tribunal Supremo, la historia contrafactual será lo que sea, pero no es historia.

Pero es que además el razonamiento parte de una utilización torticera y falaz del lenguaje. Enriquecerse es convertirse en más rico de lo que se era antes, no evitar convertirse en más pobre. Y el propio gobierno de M. Rajoy, ese señor al que la justicia española no puede identificar, aunque cualquiera de ustedes sabe de quién les hablo, reconoció por escrito que no hubo ni enriquecimiento ni daño patrimonial al Estado, pero ¡va a saber más de eso, del uso de los recursos públicos, el gobierno, incluso si es ese tan suyo de derechas, que los propios magistrados! ¡Hasta ahí podríamos llegar!

¿Es aún así jurídicamente legítimo el pronunciamiento del TS? El único voto particular (honor y gloria a la magistrada Ana Ferrer) lo afirma con total rotundidad, “la lectura de los preceptos (de la ley) advierte del inequívoco propósito legislativo de amnistiar la aplicación de fondos públicos a la celebración de los referéndums que tuvieron lugar en Cataluña en los años 2014 y 2017”. La hemeroteca, además, lo confirma sin dejar margen alguno a la duda. Dos de los cuatro criterios a utilizar en la interpretación, el contexto y los antecedentes históricos y legislativos desmienten, por tanto, rotundamente, al Alto Tribunal. Nos podrá parecer lo que nos parezca, pero es evidente para todo el mundo, incluso para los no tan estúpidos integrantes del Supremo, que la Ley de Amnistía surge para amnistiar a los líderes catalanes, Puigdemont incluido, como consecuencia de un pacto político que tenía este como uno de sus principales ingredientes. Y que la exclusión de determinadas malversaciones tenía como único objeto que no se aprovechasen de la misma otros ajenos imputados por corrupción. Si hay que interpretar la norma según su “espíritu y finalidad”, “Roma locuta, causa finita”.

Pero es que poco apoyo puede encontrar la negativa de amnistiar a Puigdemont (los demás son daños colaterales) en cualquiera de los otros criterios. La realidad social en un asunto tan singular, tan político, es un criterio inasible, ¿podemos olvidarnos de que se aduce precisamente en la norma como justificación de la misma?

Y la literalidad de la norma, esa que tanto critica el TS cuando en realidad es su único agarradero, no sirve sino forzada hasta el extremo de alterar su significado estricto, su contenido tradicional y adornarla con tintes especulativos.

Proclaman los Supremos que “la aplicabilidad mecánica del Derecho no se ajusta a la justicia como valor superior del Ordenamiento”( Art.1 de la Constitución ). No les corresponde a ellos decirlo, sino al legislador y en último caso al Tribunal Constitucional. Pero permítanme decir, con toda la rotundidad con la que se pueda uno expresarse desde la humildad de lo opinable, que se ajusta mucho más a la libertad, a la justicia, a la igualdad y ¡qué decir! al pluralismo político, a cualquiera de esos valores superiores a que nos remite la norma suprema, que sus prejuicios políticos. Muchos, y en la medida en que afectan a su raciocinio, como se está viendo, absolutamente indeseables.