La historia del capitalismo es un largo proceso de lucha por redistribuir la riqueza creada por un modelo socioeconómico que genera al mismo tiempo un incremento enorme de la producción por hora de trabajo y una concentración de la riqueza en niveles nunca conocidos en la historia de la humanidad.

No por casualidad, los clásicos de la economía política, desde Adam Smith a David Ricardo, entienden esta como la ciencia de la distribución. Eso, hasta que los principales beneficiados del sistema logran sustituir el peligroso análisis de la distribución por el más llevadero del equilibrio y el óptimo económico, que es siempre el que mantiene la desigualdad en los niveles dados por la concentración alcanzada en cada periodo histórico.

Poco convencidos por tales equilibrismos, la reacción de los desfavorecidos se tradujo en el siglo XIX en una lucha por la disminución del tiempo de trabajo, que se redujo por vía legal a más de la mitad (de 16 horas al día hasta las 8 horas logradas a principios de siglo XX). Ganar tiempo para el descanso permitió redistribuir la riqueza más importante, la que permite alargar la esperanza de vida.

En el siglo XX se frenó la tendencia a la reducción del tiempo de trabajo, pero a cambio se instituyeron nuevos procedimientos de redistribución de una riqueza que conoce un nuevo auge con las tecnologías modernas de la cadena de montaje y las nuevas fuentes de energía. La creación de los sistemas de servicios públicos universales y de previsión social obliga a redistribuir una parte de la riqueza desde los propietarios a los productores efectivos, los trabajadores, en forma de salario indirecto (salud y educación) y salario diferido (pensiones y seguro de desempleo).

A finales del siglo XX los propietarios reaccionan con políticas que buscan limitar el alcance de dicha redistribución, frenando el crecimiento de los salarios y logrando nuevas cotas en la concentración de la riqueza. El objetivo de la redistribución hacia arriba de las políticas neoliberales, que ha logrado transferir desde los años 80 al menos 22 billones de euros desde los trabajadores a los propietarios del capital en los países occidentales, se ha llevado por delante una parte considerable de las expectativas de bienestar de la clase medias construidas a lo largo del periodo que va de la Gran Guerra europea hasta la guerra de Vietnam.

Este deterioro de las condiciones de vida de la mayoría social se ha visto agravado con la crisis de la vivienda, el principal activo de inversión de las clases asalariadas para compensar la caída de ingresos que supone pasar de depender de una renta salarial a una pensión. Una crisis asociada a la combinación de dos factores: la reducción de la capacidad adquisitiva de los salarios (principal fuente de ingresos para el 90% de la población de los países occidentales) y la conversión de la vivienda en un activo financiero, un nuevo medio de especulación financiera, con el incremento de precios asociado a todo tipo de activos financiarizados: los precios medios de la vivienda en la UE han crecido un 48% desde 2015 hasta 2023, mientras que los salarios solo lo han hecho en un 29%. En España, los precios han subido igual que la media comunitaria, mientras que los salarios solo un 13%.

La vivienda es un factor de malestar vital creciente para amplias capas de la población, tanto de ingresos medios como bajos. Lo que no deja de llamar la atención es la poca atención que se presta a este asunto, que suele aparece en discursos que son en muchos casos, como el título de la canción de Charly García, “promesas sobre el bidet” políticas.

En torno al 10% de los hogares vascos necesitan una vivienda, para poder construir un espacio convivencial propio, para rehabilitarlo o ampliarlo. Eso significa una necesidad de más de 50.000 nuevas viviendas –las necesidades de rehabilitación se elevan a 75.000–.

El Observatorio Vasco sobre la Vivienda ha detectado un incremento de más de 26.000 personas inscritas en el registro de demanda de vivienda protegida en el primer semestre de 2024, un aumento del 46% respecto a las personas registradas el año anterior. Casi 4 de cada 10 nuevos inscritos viven en viviendas compartidas, alquilan una habitación o viven en recursos habitacionales de emergencia suministrados por ONG. Más de la mitad de los inscritos que residen en viviendas de alquiler tiene hijos. Son personas y familias con un nivel de ingresos muy reducido, de 1.300 euros mensuales de media. El esfuerzo económico que realizan para alquilar una vivienda supera los 590 euros mensuales, y para alquilar una habitación, más de 300.

Se trata por tanto de personas y familias con una situación de precariedad muy alta, y que pese a tener una situación laboral “normalizada”, carecen de una vivienda adecuada, un medio básico para llevar una vida digna. Pero esta demanda creciente de vivienda social se confronta con una oferta menguante. La construcción de nuevas viviendas protegidas se ha reducido de 1.167 en los años 2019-2022 a 1.135 en 2013 y poco más de 700 en el 3º trimestre de 2024. Las viviendas en alquiler, han pasado de 621 en 2023 a 189 en el tercer trimestre de 2024. A este ritmo, se tardaría medio siglo en cumplir las expectativas de vivienda a precios asequibles de la población actual; parece difícil que se vaya a cumplir el compromiso del pacto vasco por la vivienda, de crear 50.000 vivienda sociales en alquiler para 2036.

En cuanto a la rehabilitación, en el primer semestre de 2024 se subvencionó una media de 1.300 viviendas al mes. Habida cuenta de la existencia de un fondo extraordinario de financiación con recursos comunitarios, no parece muy ambicioso un ritmo que terminaría por rehabilitar el parque de viviendas en un plazo de cinco años, ya que los fondos Next Generation finalizan en 2026, y en ausencia de un cambio significativo de política, el volumen de subvenciones para rehabilitación tenderá a reducirse en los años posteriores.

Un desequilibrio que no es exclusivo de Euskadi: en el conjunto de la UE, donde solo un 10% de las viviendas tienen un precio asequible, al menos el 6% de la población tiene que destinar más del 40% de sus ingresos al pago de la vivienda hipotecada, y lo mismo más de la quinta parte de las personas que viven de alquiler. La Comisión europea ha alertado del bajo nivel de construcción de viviendas a precios asequibles, y ha recomendado a España elevar dicho parque, que actualmente se sitúa en torno a un 9% por debajo de la media europea, y muy lejos de los niveles de los países más avanzados, como Holanda (25%), Francia y Eslovenia (20%) o Irlanda y Finlandia (más del 15%)

Aún no se han sacado las consecuencias políticas de la importancia que está tomando este nuevo derecho social que está marcado el inicio del siglo XXI. El malestar social que tiende a traducirse en un auge de las opciones políticas demagógicas de extrema derecha y una reducción de la natalidad que amenaza la sostenibilidad del modelo social, aún fragilizado, del estado del bienestar, solo puede encontrar una solución a largo plazo en la incorporación en nuevos derechos sociales, en particular el derecho a tener un espacio privado para llevar una vida personal y familiar en condiciones dignas.

Solo las fuerzas políticas que acometan este desafío con propuestas a la altura de esfuerzo requerido, tendrán una posibilidad de reconectar con un electorado mayoritario, estable a largo plazo. Y resolver el problema no es cosa sencilla; exige dejar de considerar la vivienda como un activo financiero, desarrollar la acción colectiva (pública y transparente) en el suministro de viviendas de calidad y generar nuevas capacidades técnicas en el sector público. Pero actuar con contundencia permitirá generar un nuevo dinamismo económico, que aparece asociado a cada ola de redistribución hacia abajo de la renta, constatable en los 250 años de historia del sistema socioeconómico en que vivimos.