Llegado el Adviento, en casa mantenemos la costumbre de enviar varias decenas de postales a otros tantos amigos a los que felicitamos la Navidad por anticipado –pueden llamarme antxiñeko con total confianza–. Las encargamos a Unicef y siempre incluimos algún poema o reflexión de un autor clásico o contemporáneo que propicie en nuestros destinatarios un momento de placidez, concordia o deseos de buena voluntad. El año pasado nos decidimos por Sagarra de Karmele Jaio, con quien comparto páginas en este diario. Este año, Mariví, mi mujer, ha elegido Itxaropena de Salbatore Mitxelena, poeta de quien, confieso, no había oído hablar en mi vida, así que pueden calibrar mi grado de ignorancia en materia de literatura vasca escrita en euskara. Afortunadamente, he podido disponer de la ayuda de Joxe Azurmendi, Sebas Garcia Trujillo, Pruden Gartzia y Juan Luis Goikoetxea, todos ellos señeros escritores euskaldunes, expertos o conocedores de la obra de Salbatore, sin cuya colaboración no habría podido escribir esta reseña.

Salbatore Mitxelena ha resultado ser para mí un descubrimiento ético y estético. Nacido en Zarautz (1919) y fallecido en Suiza (1965), no tuvo una vida larga, pero sí intensa, a tono con los tiempos convulsos que le tocaron vivir aunque, bien pensado, ¿cuáles no lo son? A muy temprana edad ingresó en la orden franciscana, nada extraño pues procedía de una familia cristiana (como complemento informativo: era tío del escritor Andu Lertxundi, otro grande contemporáneo) y se formó en Arantzazu y Forua. La guerra civil le sorprendió en el seminario de Olite donde fue movilizado por el ejército franquista. Reconvertido en soldado, intervino en diversos frentes, la batalla de Guadalajara entre otros, hasta el final de la contienda (1939). Un momento: Han leído bien, he dicho que estuvo en el frente de batalla. Otro franciscano como Luis de Villasante, luego presidente de Euskaltzaindia, lo hizo como escribano militar en la Capitanía de Burgos y otros sacerdotes, en destinos sanitarios como el luego obispo Victor Garaigordobil. Salbatore se implicó tanto en la guerra que rehusó volver a retaguardia a pesar de que en un determinado momento Franco dispensó a los seminaristas del servicio en el frente. Por lo tanto, es indiscutible que Salbatore perteneció, con todas sus consecuencias, al bando vencedor. Acabada la guerra, veinte años recién cumplidos, regresó al convento de Arantzazu para completar sus estudios antes de ordenarse, pero ya no era el mismo. Traumatizado por la experiencia bélica, testigo del desastre que vivía Euskal Herria, acabó por convertirse en el portavoz lírico de un pueblo desolado que en peregrinación acudía a los actos religiosas convocados en el santuario. El sentimiento de pertenencia que transmitían los baserritarras, pastores, arrantzales, vecinos y demás peregrinos fueron inspiración para su poema Arantzazu, euskal sinesmearen poema (Aránzazu, poema de la fe vasca), primer libro literario publicado íntegramente en euskara (1949) después de acabada la guerra civil. Se trata de un poema de la fe vasca, de esperanza en la resurrección de un pueblo vencido. De tal manera convierte Arantzazu en un símbolo de resistencia ante la adversidad, identificando el alma con la historia de un pueblo dotado de un árbol tutelar, el roble, trasunto de otro símbolo de resurrección, el madero de la cruz.

La lengua vencida

Es así como el catedrático Jon Kortazar interpretó el poema Arantzazu en su Literatura Vasca Siglo XX (1990); y es así como lo escribió el propio poeta: “Gure Euskal Erri eta Gure Arantzazu. Zori berak behin beti zinuzen uztartu” (“Nuestra Euskal Erria y nuestra Arantzazu. La misma suerte los unió para siempre”). Este es el momento de la transformación del fraile/soldado vencedor en heraldo poeta de una lengua vencida. ¿Vencida? Sí, en el campo de batalla: los franquistas pretendieron aniquilar lo que para ellos era un espacio de comunicación enigmático, solidificado y plúmbeo. No, en el alma del pueblo, que guardaba en la artesa y utilizaba en la mesa el euskara como seña de identidad. “No ser uno mismo es perderlo todo”, había escrito Soren Kierkegaard, inspirador del paradójico Miguel de Unamuno. El “imposible vencido”, como llamó el jesuita Manuel Larramendi en el siglo XVIII a la lengua vasca, se resistía a asistir a su propio sepelio y en aquellos años oscuros de posguerra tuvo su defensor en Salbatore Mitxelena. Así que Gloria Victis, ¡Gloria a los vencidos!

Los franciscanos de Arantzazu no eran precisamente eremitas –del griego eremos (desierto)–. Oraciones, estudio y trabajo sí, pero aislados de la vida en ningún caso. La estrofa del poema Itxaropena con la que felicitaremos estas próximas navidades es un canto a la esperanza –“Uso xuria, esazu: lurmen ikoteek usazu, oraindik ere luzarorako elurpean al gaituzu? (“Dime paloma blanca: has visto algún claro desnevado o nos tendrás rodeados de nieve durante mucho tiempo aún?” El texto, escrito a principios de 1943, está claramente inspirado en un famoso discurso de Winston Churchill celebrando la primera victoria británica contra los alemanes en la segunda batalla de El Alamein (noviembre 1942): “No es el final, ni tan siquiera el principio del final. Puede ser, quizás, el final del principio”. Con esas palabras el premier trasladaba a los ciudadanos británicos un hálito de esperanza reflexiva, no alocada. Así pues, el santuario de Arantzazu no era un desierto ajeno al mundo, sino un punto bastante bien informado sobre la evolución de la guerra. Quizás gracias a la onda corta de la BBC, pues tras una somera investigación no he encontrado en la prensa franquista de la época eco del discurso de Churchill, tal vez debido a la censura, ya que Churchill proclamaba la primera derrota de los socios nazis del régimen, y a punto de caer la segunda en Stalingrado. Otras cosas iban sucediendo en Arantzazu, algunas más mundanas. No me resisto a contarles la boda de mis padres, 5 de enero de 1953, en la cripta del santuario, la basílica aún incompleta. Nevaba en abundancia y para que no se le embarrase el vestido de novia, mi madre fue llevada al templo en brazos de uno de sus hermanos. Debió de ser una imagen curiosa, y en mi fantasía sitúo a Salbatore observando desde su celda tan inusual comitiva y, ya que estoy en el mundo de las ensoñaciones, motivo de inspiración de algún nonato poema. Muy importante resultó el regreso de los franciscanos nacionalistas que habían sido forzados al exilio al comienzo de la guerra civil para ponerlos a salvaguarda de graves amenazas franquistas que se profirieron desde Navarra. El aire de aquellos nuevos tiempos resultó vivificante para la comunidad religiosa y para el euskara. Salbatore, el vencedor vencido, ya no estaba solo pero empezó a sentirse incómodo y a incomodar, cosas que suelen ir de la mano. “Era nervioso”, solía decir Luis de Villasante, una manera franciscana de llamarle rebelde. Por su carácter inconformista, crítico con las actitudes de la franquista jerarquía eclesiástica, afamado predicador de estilo joven y progresista, acabó denunciado. Así que tomó la puerta de salida y partió para respirar la salitrosa brisa de las Américas. Como misionero ambulante recorrió, entre los años 1954 y 1962, Sudamérica, Centroamérica y finalmente Cuba donde fue testigo de la revolución y entabló relación con Fidel Castro. La revista Time publicó un reportaje sobre aquellos misioneros: Salbatore Mitxelena aparecía retratado en la misma publicación.

Conocidas son las declaraciones de Miguel de Unamuno sobre la necesidad de dejar morir en paz al euskera y el llamamiento a la razón para dejar de utilizarlo, que tanta controversia causaron a principios del siglo XX.

La vasquidad de Unamuno

Mientras residía en América (1958), Salbatore Mitxelena escribió su ensayo Unamuno ta abendats (Unamuno y el alma de la patria) publicado en Baiona (1959) con el seudónimo Iñurritza. Reivindicaba la vasquidad e incluso el liderazgo moral del filósofo bilbaíno, “estímulo de tantas inquietudes” en opinión de Koldo Mitxelena cuando enjuicia el ensayo de nuestro personaje. El ensayo de Salbatore y la reseña de Koldo supusieron el inicio del reconocimiento por escritores en lengua vasca de un autor al que no se incluía entre los escritores vascos precisamente por escribir en español lo que constituye otro motivo de agradecimiento a los dos Mitxelenas.

El “nervioso” Salbatore no se quedó quieto y nada más volver de América pidió trasladarse a Suiza para asistir como capellán a los trabajadores emigrantes españoles en aquel país. Fueron tres años de apostolado y consuelo de afligidos. Un alma buena, practicante de las enseñanzas del “poverello” de Asís, prestó auxilio material y espiritual a todo a quien alcanzara, incluida una vieja prostituta que vivía en un piso de su escalera. El Concilio Vaticano II celebrado precisamente mientras vivía en Suiza (1962-1965) le acercó a la jerarquía eclesiástica, y con la plenitud de quien se siente victorioso pues por fin se alineaban su vida espiritual, su servicio a los pobres, su lengua y el resurgimiento de su pueblo, falleció de un cáncer en Les-Chaux-des-Fonts, en diciembre de 1965, apenas unos días después de finalizado el Concilio. El euskara es bello, es algo real que acaricia a las personas que lo usan y a las cosas que describe. Salbatore Mitxelena contribuyó a realzar esa belleza. ¿No estamos, quizá, un poco en deuda con él?