El aaño pasado una delegación de la Fundación Konrad Adenauer organizó un viaje a España que incluía unos días en Euskadi. El organizador, preocupado porque los asistentes –en su mayoría, oficiales del ejército alemán– tomaran conciencia de las heridas causadas por su país en el pasado, programó en Madrid una visita al Museo Reina Sofía para contemplar el espectacular Guernica de Picasso. Ya en nuestra tierra, el grupo se desplazó hasta la histórica villa con parada, entre otros lugares, en el Museo de la Paz de Gernika, que recoge impresionantes testimonios del dolor causado por el bombardeo nazi inmortalizado por el genial pintor francés. Posteriormente los miembros de la comitiva volvieron a Bilbao, donde visitaron el Museo del Nacionalismo en Sabin Etxea. La intención de la organización era que, tras su paso por Madrid, los asistentes pudieran tomar conciencia de la diversidad y las diferencias centro-periferia existentes en España.
En el contexto anterior me pidieron que introdujera algunas reflexiones sobre la realidad vasca actual. En aquel momento Bilbao vivía el frenesí de la Grand Départ del Tour de Francia, y los visitantes estaban impresionados con el dinamismo y la modernidad que se respiraba por las calles. En esa línea expuse que, efectivamente, vivimos en un territorio pujante, con unos ingresos per cápita en la media europea, un Producto Interior Bruto comparable al de los países más avanzados dee nuestro entorno y unos altos niveles de bienestar. La mayoría de los indicadores, incidí, eran mejores que los españoles y más próximos a los alemanes, país del que ellos provenían y al que nos unía un alto peso industrial en la economía. Pero, ante una posible visión complaciente de la realidad, quise trasladar algunos retos que, en mi opinión, la sociedad vasca no puede evitar afrontar si quiere seguir en la senda positiva. Porque la industria aporta mucho, sí, pero ha perdido un importante peso relativo en las últimas décadas. Porque tenemos una población muy envejecida con una tasa de natalidad de las más bajas del mundo, lo que dificultará el desarrollo y crecimiento futuro. O porque la tasa de población inmigrante ha aumentado notablemente en los últimos años lo que, en sí mismo, no es un inconveniente –de hecho, debe ser una ventaja-, pero puede generar problemas de integración y marginalidad, además de riesgos asociados a la pérdida del ethos social y lingüístico vasco. Concluía mi intervención con una reflexión en la que me preguntaba si, ostentando los niveles de bienestar que tenemos como sociedad, nuestro país iba a ser capaz de crear la tensión necesaria para impulsar los cambios precisos y no caer en la trampa de la inacción que nos haga “morir de éxito”.
Hace unas semanas, Imanol Pradales presentó su primer proyecto de presupuestos como lehendakari del Gobierno Vasco. Me congratuló observar que las líneas directoras de dichos presupuestos inciden, en buena medida, en las preocupaciones que expuse en su día a aquellos visitantes alemanes. Además, me llamó poderosamente la atención la iconografía propuesta para la presentación, que llamaba a una “Euskadi Berria”, una transformación a una nueva Euskadi que, debemos entender, encuentra su pistoletazo de salida con esos presupuestos de la mano del lehendakari Pradales y su Gobierno.
Desde tiempos pasados no son pocos los expertos que han dedicado sus esfuerzos a analizar los cambios en las organizaciones y grupos humanos. Uno de los más renombrados de las últimas décadas es, sin duda, John Paul Kotter, profesor de la Universidad de Harvard, para quien el elemento esencial a la hora de posibilitar la transformación en una organización es el sense of urgency, el sentido de urgencia que en esa organización se perciba en relación con la necesidad de acometer dicha transformación. De hecho, en libros como Accelerate o A Sense of Urgency, el profesor Kotter propone una metodología para posibilitar el cambio que, en cualquier caso, siempre contempla la asunción de la urgencia como premisa para su éxito.
Como país, Euskadi no es ajeno a los grandes cambios y transformaciones históricas. Efectivamente, los que rondamos la mitad de siglo no olvidamos la imagen de una ría gris, plagada de industria pesada en sus orillas que, como la sardinera de la canción, inundaba de grandes factorías toda la ribera desde Santurce a Bilbao. El ocaso de aquel modelo industrial y la necesidad de afrontar unas terroríficas tasas de paro supusieron un aliciente suficiente que sirvió de palanca para el cambio. La urgencia era evidente: Euskadi se supo reinventar y su modelo, con el paradigma Guggenheim como bandera, sirvió de ejemplo posterior para muchos otros lugares que trataron de emularlo con suerte dispar.
Vivimos en una sociedad en constante transformación, interconectada con el mundo y abierta a la competencia internacional en productos, servicios y personas. Un mundo complejo, en el que está por ver qué medidas tomará Donald Trump cuando vuelva a pisar la Casa Blanca y su impacto en nuestra economía y bienestar. O la réplica que pueda poner China, hoy día convertida en gran potencia. Ansiamos ser más verdes, pero eso pasa por la implementación de nuevas energías dependientes en buena medida de las tierras raras dominadas por Pekín. Propugnamos la implantación del coche eléctrico, pero el potente sector europeo del automóvil -de gran trascendencia en Euskadi- va con retraso en esa carrera y está sufriendo las tensiones de una implantación acelerada de dicha tecnología. Vivimos en una realidad financiera en la que las antaño todopoderosas familias de Neguri han dejado de ser protagonistas en favor de inmensos fondos de inversión internacionales.
Me gusta decir que Euskadi es un great small country, un estupendo pequeño país. Como ha quedado dicho, actualmente los niveles de bienestar vascos son muy elevados y los niveles de paro, históricamente reducidos. Me tomé la molestia de comparar el presupuesto presentado por el lehendakari Pradales con el primero presentado por el lehendakari Urkullu: el actual es un 66% superior, debido a las altas tasas de recaudación, en máximos históricos. Ante una andanada de datos positivos como la anterior, la cuestión es cómo encontramos el sentido de urgencia que Kotter exige para el cambio y cómo hacemos que este permee en toda la sociedad.
En una visita por el este de Canadá tuve conocimiento de lo que en Québec se llamó la Quiet Revolution o Revolución Tranquila. Ubicada temporalmente en las décadas de los 50 y 60 del pasado siglo, supuso un período de grandes transformaciones en la vida social, política e institucional del territorio francófono, que conllevó su modernización de cara a los años posteriores. Por lo que aquí interesa, este movimiento transformador fue percibido como una auténtica revolución para Québec, pero sin las explosiones violentas que estas suelen llevar aparejadas, lo que le hizo ganarse el apelativo de “tranquila”.
En el mundo en constante transformación en el que nos encontramos, la identificación y construcción de los fundamentos que sustenten la Euskadi del futuro no estará exenta de problemas. Al contrario que en otros momentos históricos, la ausencia de un elemento perentorio evidente puede frenar determinados cambios ineludibles pues, como indicaba Kotter, sin la debida sensación de urgencia es más sencillo posponer o, directamente, obviar las necesarias reformas que ayuden a ubicarse en una mejor posición para afrontar las próximas décadas. Tal vez sea el terreno propicio para una revolución tranquila que, como el sirimiri, parece que no moja, que no cambia las estructuras, pero que con el paso de los minutos te deja totalmente empapado, con una idiosincrasia transformada y alineada con los nuevos tiempos. Esperemos tener fortuna y tino para, en unos años, contemplar cómo nuestra Euskadi, como sucedió en el pasado, se ha sabido reinventar y adaptar a las nuevas realidades para poder seguir siendo ese great small country que es hoy día.
Profesor de Derecho de la UPV-EHU. Ha sido visiting fellow en la Universidad de Cambridge y profesor visitante en la Universidad de Stanford