Ahora que Estados Unidos ha impuesto importantes barreras proteccionistas a los productos europeos y chinos, y que la UE se prepara para hacer lo mismo con las importaciones procedentes del gigante asiático, parece que la idea de la globalización económica tiene menos predicamento, y que solamente China se mantiene como pilar principal en defensa del libre comercio y la articulación económica de todo el planeta.
Sin embargo, la globalización (o por decirlo, no con un anglicismo, sino con un galicismo, la mundialización) de las relaciones sociales y productivas, responde a las condiciones objetivas en las que se encuentra el mundo desde hace tres décadas. La unificación, por medio de los mercados mundiales, de los gustos mundiales, el consumo universal de las mismas bebidas, de los mismos cereales para el desayuno, de las mismas redes sociales, de la misma ideología económica, es un resultado social y a la vez premisa de la globalización que solo se completa desde finales del siglo XX y está para quedarse.
La dimensión más avanzada de la globalización es la financiera. Tras la crisis del sistema monetario internacional regulado por los bancos centrales entre el año 1971 y 76 los gobiernos decidieron transferirle al sector financiero y particularmente a la gran banca, el poder de fijar el precio internacional de las monedas, sin tener en cuenta que eso es lo mismo que el poder de establecer la cantidad internacional de moneda en circulación.
Para aliviar la presión sobre la posición deudora de Estados Unidos, se facilitó además a la gran banca emitir sumas ilimitadas de dinero con la condición de que se hiciera en una moneda distinta a la del país desde el que se realiza la emisión (por lo tanto, los bancos centrales carecen de cualquier control o posibilidad de control sobre esas emisiones): las eurodivisas se convirtieron así en un juguete especulativo en manos del gran capital financiero circulando en un supermercado financiero mundial abierto las 24 horas del día los 365 días del año, pero con derecho de admisión reservado a los grandes capitales privados y en ocasiones también públicos, en una economía de casino donde los propios grandes bancos y otros agentes especializados fondos de inversión de cobertura, etcétera, se dedican a especular sobre la evolución futura de los precios de los activos financieros, incluidos los de las materias primas, y en función de los aciertos y errores en dichas apuestas, a repartirse los grandes beneficios obtenidos en el proceso de producción del sector primario, secundario y de servicios, porque únicamente en la actividad productiva se produce riqueza real, el resto son fuegos de artificio.
Antes del colapso del mercado monetario global en agosto de 2007 las transacciones en estos mercados especulativos se elevaban a 508 billones de dólares, con un valor neto de 11 billones. A finales del 2023, las apuestas financieras se elevan a 667 billones, con un valor neto de 18 billones de dólares. Esa gran diferencia entre el valor de los contratos y su valor neto estriba en que muchos operadores realizan múltiples operaciones a la vez en un sentido y en el contrario: compran y venden los mismos contratos sobre divisas, materias primar o índices de bolsa, de forma simultánea o con pequeños lapsos temporales, que se compensan entre sí.
En los mercados financieros se juega la distribución de una parte sustancial de la renta anual mundial, que en 2007 se elevó a 58 billones de dólares, de los cuales 11 se estaban jugando en el casino financiero. En 2023 el PIB alcanzó los 105 billones de dólares, de los cuales el reparto final de 18 billones estaba en juego entre los especuladores financieros. He aquí una dimensión de la globalización que sí tiene que ser “desinflada” cuanto antes, si es que se considera que el riesgo de una nueva crisis financiera tiene que ser reducido, aunque sea dejando sin su “casino” a los especuladores globales.
Lo contrario es lo que se precisa para el comercio mundial. La formación de las cadenas globales de valor, que vincula el trabajo de muchos países en la producción de las mercancías particulares está en la base de la mejora de las condiciones de vida en amplias capas de la población de Asia, región que no hay que olvidarlo, era la más pobre del mundo apenas hace medio siglo.
Esto ha sido posible por importantes cambios tecnológicos que han reducido los costes de transporte, simplificado los procesos productivos y permitiendo el control global de la producción desde fuera del lugar de fabricación.
Pensemos por ejemplo los contenedores, un invento norteamericano en la Segunda Guerra Mundial para transportar equipo militar a Europa, que permiten reducir enormemente el tiempo de estiba y desestiba de los gigantescos volúmenes de mercancías que circulan entre los continentes, en un volumen superior a los 31 billones de dólares 2023.
También las tecnologías de la comunicación apuntan a una interpenetración espacial de los procesos productivos, donde la localización cada vez importa menos desde el punto de vista del control. La revolución de la información y las comunicaciones, ha unificado los mercados a un ritmo todavía mucho más acelerado que lo hicieran en su momento, el telégrafo o el teléfono, la radio o la televisión, y unifica incluso los propios procesos de fabricación. Si la primera fase de la revolución industrial permitió con la máquina de vapor liberar las fábricas de estar localizadas en las riberas de los ríos o en zonas de viento constante, en la actual fase de la revolución tecnológica la posibilidad de supervisar, controlar y manipular los procesos de fabricación a distancia, desde cualquier lugar del mundo, y en tiempo real, libera a los propietarios y gestores de estar localizados físicamente allí donde se lleva a cabo el proceso de producción.
Es aquí donde las políticas públicas tienen un retraso considerable sobre los diseños productivos de las cadenas de valor por parte de las grandes corporaciones. Por ejemplo, el Tratado de Lisboa prevé una libertad absoluta para los movimientos de capital financiero, dentro y fuera de la UE, una amplia libertad para los movimientos del capital productivo dentro y fuera de la UE, pero importantes restricciones a los movimientos de personas, dentro y sobre todo desde fuera de la UE. Un desequilibrio que promovieron los grandes banqueros y los tecnócratas a su servicio, pero que se vuelve disfuncional cuando se trata de lidiar con procesos productivos transnacionales.
La tendencia actual a restringir aún más los movimientos de personas, e incluso del capital productivo y de las mercancías, erigiendo barreras proteccionistas frente a los automóviles chinos, mejores y más baratos que los europeos, pero no frente a las importaciones agrícolas de Sudáfrica, Canadá o Marruecos, refleja bien el diferente poder de influencia de las grandes corporaciones automovilísticas y de los agricultores, pero no deja por ello de ser un intento de poner puertas al campo.
Las cadenas globales de valor son el resultado de procesos de centralización del capital y de transformaciones tecnológicas que requieren una adaptación inteligente, y no un intento de frenarlas, que sería algo así como si las ciudades con río en las que se instaló la industria textil en el siglo XVIII intentaran exigir que las nuevas fábricas se instalaran obligatoriamente en las mismas localidades.
Paradójicamente, los países que mejor están lidiando con la globalización son los que buscan redefinir el papel del estado y de la política para mejorar la eficacia de las decisiones públicas, que hoy por hoy se siguen diseñando e implementando fundamentalmente en los espacios nacionales.
La globalización no acaba con el poder del estado, sino que exige una reformulación del mismo, y precisamente mediante un refuerzo del espacio público de decisión y también de producción. El estado global no es el estado sometido al poder de las multinacionales, ni el estado que defiende el estado de bienestar del pasado, sino el que es capaz de subordinar las decisiones del capital a las decisiones de gobierno, el que impone a la banca la financiación de la actividad productiva y restringe o prohíbe su juego especulativo, el que logra establecer mecanismos para mejorar la inserción del país en las cadenas globales de valor, el que gestiona con la inversión pública la presencia en su territorio de soberanía nuevos sectores productivos estratégicos, el que es capaz de generar las políticas fiscales que limiten el grado de desigualdad creciente y la evasión fiscal cada vez más presente.
Ese tipo de estado, cada vez más relevante en los países que están mejorando su posición en la división internacional del trabajo y mejorando la capacidad de generar renta y riqueza, es un estado ausente en la Unión Europea. No es el tipo de estado que se configura en el marco del Tratado de Lisboa y de las actuales políticas europeas. Otra asignatura pendiente de la que no se habló en la campaña electoral. Profesor titular de Economía Política en EHU/UPV